Diego Nin
El paisajista (Anónimo chino)
Un pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana, desconocida, recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo del emperador era conocer así aquellas provincias.
El pintor viajó mucho, visitó los recodos de los nuevos territorios, pero regresó a la capital sin una sola imagen, sin siquiera un boceto.
El emperador se sorprendió, e incluso se enfadó.
Entonces el pintor pidió que le dejasen un gran lienzo de la pared del palacio. Sobre aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el trabajo estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor, varilla en mano, le explicó todos los rincones del paisaje, de las montañas, de los ríos, de los bosques.
Cuando la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes tuvieron la sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba a poco en el sendero, que avanzaba poco a poco en el paisaje, que se hacía más pequeño. Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje, dejando el gran muro desnudo.
El emperador y las personas que lo rodeaban volvieron a sus aposentos en silencio.
Cuando en 1993 comenzamos a exhumar la copiosa documentación en bruto, desordenada y heterogénea, del caso Iris, resonaba en nosotros el decir de Lacan en las primeras sesiones de su seminario de 1955-56. Tal vez podríamos sintetizarlo en una breve cita de la sesión del 23 de noviembre de 1955:
Comiencen por creer que no comprenden. Partan de la idea del malentendido fundamental. Es una disposición primera, sin la cual no hay realmente ninguna razón para que no comprendan todo y cualquier cosa.[1]
En realidad se trató de una autocrítica no explicitada. En 1932 Lacan había publicado su tesis de psiquiatría, en cuya segunda parte fabricó el llamado caso Aimée. El método interpretativo que entonces utilizó fue el de las relaciones de comprensión que Karl Jaspers había postulado en su Psicopatología General. Fue su herramienta conceptual, su pivote clínico. El cuestionamiento de Lacan fue entonces a la comprensión entendida en los términos en que la postulaba Jaspers, como método interpretativo que supone una atribución de sentido rápida y fácil, casi de sentido común, incluso de lugar común, tal como, por ejemplo, cuando plantea la tesis de que el delirio de persecución de Aimée sería una reacción ante la intrusión de su hermana, quien habría ocupado su lugar y le habría “robado” su hijo.
Pero se trata de una crítica puntual, con nombre y apellido. Lacan no descalificó ni lanzó un anatema contra la comprensión en todas sus acepciones y para siempre. ¿En ningún sentido se trata de comprensión en la experiencia de análisis? Sería interesante desplegar las diferentes acepciones del término, pero no lo haré en este trabajo. Por ejemplo, el insight es una forma de comprensión muy diferente de la de Jaspers. En el presente trabajo reivindicaremos ese uso, fundamentalmente porque fue la protagonista principal del caso, Iris, quien la empleó junto al concepto de abreacción para dar cuenta de ciertas operaciones subjetivas, tanto logradas como no logradas, que ella consideraba muy importantes.[2]
Pero luego Lacan abandonó la neuropsiquiatría, ingresó al campo del psicoanálisis y tomó el camino del método freudiano, el de la fidelidad al discurso del sujeto, al saber textual, a la secuencia del discurso y a la literalidad que reduce el campo de posibilidades de la comprensión apresurada, de la inflación del sentido, de la deriva hermenéutica y de los montajes interpretativos más osados. Con su teorización Lacan nos habilita a visualizar los riesgos que entraña el hecho de no estar advertido de los artificios, del estatuto de constructo ficcional de los artefactos narrativos y de sus posibilidades de producción de sentido. ¿Por qué digo artefacto narrativo? Precisamente, porque artefacto (arte-factum) significa hecho con arte, con ingenio, con habilidad, siguiendo ciertas reglas; es decir que se trata de algo construido con las reglas de un arte, y el arte por excelencia que se despliega en el caso de Iris y su familia es el arte narrativo, algo que el Dr. Brito del Pino no vaciló en reconocer y encomiar.
Ese arte narrativo crea e instituye un orden a través de vectores causales y secuencias temporales, conflictos y nudos dramáticos, personajes y psicologías: crea formas y tonalidades emotivas. Describe, comprende, explica, justifica, persuade, denuesta, encomia, enmascara, omite, silencia, exalta, exagera, minimiza, alega, reivindica, impugna, acusa, juzga, exime y condena. El arte narrativo pinta con palabras paisajes para ser habitados. Un artefacto narrativo se parece menos a una imagen en un espejo, o a una fotografía, que al fresco del cuento del paisajista chino. Pero no por eso es menos eficaz. Más bien gracias a eso es capaz de tocar algunas verdades (sería mejor decir que el sujeto se muestra tocado o mordido por algunas verdades); antes bien, es una vía privilegiada, ya que necesariamente la creación pasa por el tamiz de su subjetividad, colocando en primer plano las posibilidades de verdad de la ficción, las posibilidades de verdad más allá de la verdad en el sentido fáctico o histórico. Y, como en el citado cuento, quien ocupe el lugar de analista ha de estar advertido de que al final siempre se trata del gran muro desnudo y del silencio.
Estas reflexiones vienen a cuenta de ciertas interrogantes que, para mí, hoy, resultan inevitables. Porque Extraviada es un libro que fue construido sobre la base de documentos escritos por sus protagonistas y exhumados por los autores. Pero Raquel Capurro y quien escribe jamás hablaron con Iris ni con ningún otro protagonista del caso. Esos escritos son testimonios, narraciones, relatos de vida familiar y matrimonial, sucesos narrados para defender a Iris en un juicio Penal, así como también para establecer una versión con pretensión de verdad de los hechos y del valor moral de los diferentes protagonistas ante sus conciudadanos.
Entonces, desde el punto de vista de los géneros literarios, esos escritos tienen la marca de producción (y de la necesaria recepción) de haber sido escritos para ser leídos en calidad de autobiográficos, es decir, textos que proponen al lector el pacto de lectura correspondiente a todos los textos categorizados bajo el rótulo de discursos de verdad. Plantean al lector que allí hay narradas y descritas verdades fácticas, históricas, estableciendo una correspondencia exacta entre unos hechos acaecidos y unos enunciados que simplemente los describen con fidelidad, sin jamás llegar a problematizar esa supuesta correspondencia en sí misma, ni a interrogar la necesaria producción de sentido que esas operaciones implican. Suponen la aceptación de que hay mímesis y no poiesis.
Pero, al mismo tiempo, hoy sabemos que cualquier texto autobiográfico es necesariamente construido con las formas de la ficción, con su misma retórica narrativa de creación, de tal manera que en el puro nivel formal del texto no es posible diferenciar un texto autobiográfico de otro de ficción. La diferencia se encuentra más bien en la institución del género literario, es decir, en cuál pacto de lectura propone el autor del texto a sus lectores, sea el de un discurso de verdad, sea el de la ficción. Por lo tanto, no es posible leer Extraviada como una novela, porque ni los documentos ni el propio libro fueron producidos para proponer a los lectores un pacto de lectura de ficción, por más que hallemos por todas partes los recursos retóricos clásicos de la construcción narrativa de la ficción novelesca. Un analista me dijo cierta vez que Extraviada podía ser leído perfectamente como una novela. Le respondí preguntándole si a él le parecía un dato trivial saber si Iris había matado o no a su padre en la vida real. “Por supuesto que no”, me respondió. “Entonces, le dije, no lo podés leer como una novela, no funciona, estás a pleno en el pacto de lectura correspondiente a los discursos de verdad.” Porque precisamente un texto es novela, pacto ficcional con el lector, cuando éste no necesita saber si tal hecho fue una verdad fáctica o no, y eso está determinado por el tipo de pacto de lectura que proponen los autores, no ya como individuos sino como agentes dentro de un marco de reglas culturales e institucionales, genéricas y supraindividuales que los determinan y trascienden.[3]
Entonces, ese es precisamente el problema de lectura que plantea el género autobiográfico, un problema que nos remite a un debate sumamente interesante de la teoría literaria actual, porque en él convergen también importantes líneas de la discusión filosófica contemporánea: la autobiografía como género fronterizo en lo que concierne al estatuto de la verdad en juego en las operaciones de lectura. Lo cual nos remite a su vez a los problemas de verdad/ficción, realidad, referencialidad, sujeto, discurso y narratividad como construcción del mundo, etc.
Escribe José María Pozuelo Yvancos, teórico de la literatura, en quien me he basado para hacer estas reflexiones:
La ficcionalidad de la autobiografía no puede predicarse, según lo dicho, sobre la base de la textualidad. Habría que considerar su lugar como acto comunicativo, mejor, como género, y en ese lugar, la biografía se sitúa en un horizonte no ficcional. La autenticidad o no del pacto autobiográfico solo puede resolverse en el espacio de su lectura, y este no es un espacio de definición individual por un autor o un lector, sino un horizonte de reglas intersubjetivas, supraindividuales, institucionales, genéricas. [4]
Por lo tanto, cuando leemos un texto como Extraviada, es útil estar advertido de su estatuto de frontera autobiográfica[5], reconociendo que esos textos fueron creados con todos los recursos de la retórica novelesca, pero que, sin embargo, se hallan a pleno dentro del pacto de lectura propio de los discursos de verdad.
Desde el psicoanálisis leemos los textos teniendo en cuenta dicha condición, pero, a su vez, ponemos principalmente el foco en otro aspecto de la verdad, es decir, en las verdades que conciernen al sujeto hablante, verdades que pueden decirse (aunque sabemos que solo a medias) tanto en una autobiografía como en una novela, verdades que tienen estructura de ficción en el sentido amplio de “creación”, que tienen menos que ver con el género literario que con la posición subjetiva y la implicación de quien escribe un texto.
Entonces, el punto de partida propuesto por Lacan en 1955 fue, cuando nos dispusimos a fabricar el caso de Iris y su familia, un buen punto de partida y una guía, una advertencia contra el riesgo que implica la comprensión apresurada de un decir. Pero advertencia no significa garantía. Seguramente nosotros también, en varios puntos, nos deslizamos, a pesar nuestro, al pantanoso terreno de la comprensión apresurada, o más bien al de los excesos interpretativos.
Extraviada es un libro que se inscribe en la huella de Lacan, y también en la del poeta Francis Ponge, a través de la influencia que recibimos de dos estudios ejemplares de casos de paranoia publicados en Francia pocos años antes[6]. Un libro que no se propone como caso sabido, cerrado, acabado y completo. Se trata de una fabricación de caso que no oculta sus impases, sus tropiezos, sus excesos, sus derrapes hermenéuticos, sus opacidades y contradicciones. Hay que decir también que el libro guarda cierta coherencia con el hecho incontrastable de que la locura no se deja explicar totalmente ni reducir por ningún saber.
Precisamente, me propongo retomar aquí uno de esos puntos de vacilación, un punto que aparece como opaco y contradictorio en el capítulo doce de Extraviada, cuando abordamos la lectura psicoanalítica del pasaje al acto de Iris. ¿Qué afirmamos allí? Afirmamos que Iris mató a Lumen porque se hizo cargo; pero a la vez afirmamos que lo mató porque fue asignada o designada por su madre para hacerlo, e incluso que recibió de ésta una misión militar. Así está escrito. Se trata de dos lecturas muy diferentes, porque la primera supone el malentendido con la madre, pero la segunda supone un “bienentendido”, lo que implica posiciones subjetivas bien diferentes en relación al Otro. Implican continuidad o ruptura con un mandato del Otro. Intentaré argumentar por qué suscribo la tesis de que Iris se hizo cargo de matar, y por qué lo hizo desde un malentendido.
Voy a intentar mostrar, entonces, cómo opera el malentendido en el caso y hasta qué punto es una vía clave, a mi entender, para comprender algo del extravío de Iris, es decir, por qué Iris pasó al acto, y cómo es posible articular este pasaje al acto con su posterior delirio de persecución. Procuraré entonces poner de relieve cómo operó el malentendido en el principal artefacto narrativo que los protagonistas fabricaron, es decir en la versión materna del caso, sin caer en la pretensión de construir un nuevo artefacto narrativo-explicativo, definitivo y completo, capaz de eliminar sus opacidades inmanentes, y sin caer en la ilusión de que llegará el momento en que finalmente habremos enhebrado la aguja de la Verdad, como ha dicho un poeta. Por razones de espacio dejaré de lado el análisis del malentendido en la construcción que del caso hizo la prensa, así como también la que fabricó el aparato jurídico-psiquiátrico, y me centraré en el malentendido madre-hija.
El malentendido entre Raimunda e Iris es, en mi opinión, el malentendido fundamental del caso, de principio a fin. Iris malentiende lo que está en juego en la escena conyugal de sus padres y pasa al acto. A su vez, Raimunda malentiende la posición de Iris con respecto a dicha escena. Iris se le sale del libreto: actúa fuera del control materno, por iniciativa propia.
Iris ha escuchado de su madre, durante toda su vida, que Lumen va a terminar matándola. Ha escuchado que la madre es amenazada, controlada, dominada y encerrada; cualquier movimiento de su madre puede terminar en la muerte. Raimunda insiste en que el final se aproxima, que es inminente, que Lumen la va a matar. Pero nada hace. Solo sufre, se lamenta y habla con sus hijos. Si tiene la certeza de que la va a matar ¿por qué no va a la policía? En tal caso parece que nada tiene que perder. Sin embargo, no hace nada. Si Iris no hubiese matado al padre esa tarde ¿habría sido una escena más de las tantas que se repetían entre Lumen y Raimunda? Nunca lo sabremos.
Iris malentiende la escena conyugal. Cree al pie de la letra todo cuanto su madre le dice y no puede ver otras cosas que podrían ser evidentes, que luego para ella sí se hicieron evidentes. Porque Iris adora a su madre, y la adoración consiste tanto en la idealización exaltada de ciertos rasgos, como en el desconocimiento sistemático de todo lo que no calza perfectamente con la imagen hecha ideal. Hay cosas que no pudo ver entonces, dice, cosas fundamentales.
Entiendo que el crimen de Iris fue posible por la fatal combinación de dos factores en la relación con su madre: Iris fue lo suficientemente crédula como para tomar al pie de la letra todo cuanto su madre le decía (también para no ver otras cosas que ya entonces eran evidentes para otros, tal como ella lo refiere en sus escritos), y, a la vez, no fue lo suficientemente sumisa como para permanecer en la posición que su madre le había asignado, es decir, mirar pero no intervenir. El malentendido consistió en que no pudo ver la dimensión de goce que se jugaba para Raimunda en la escena conyugal: Raimunda “esclava blanca” de las bajas pasiones de Lumen, “aherrojada” en la casa; Raimunda sirvienta y puta de Lumen. Raimunda azuzando la ira de Lumen. Iris creyó al pié de la letra todo lo que su madre le decía, pero resolvió por su cuenta y a su manera.
Por lo tanto, uno de los puntos nodales para la comprensión del caso consiste en poner en evidencia el desfase, el malentendido que opera entre qué quería Raimunda y qué creyó Iris que quería Raimunda con respecto a Lumen y a ella (Iris). Porque madre e hija no estaban subjetivamente en la misma escena.
Raimunda dirigía las escenas y asignaba a cada uno su lugar en las mismas. ¿Qué lugar asignaba Raimunda a sus hijos en la pelea con Lumen? El mensaje era muy claro. Veámoslo en su propio texto:
Muchas veces me trató así; y muchas, también soporté sus golpes sin defenderme y obligando a los chicos a que dejaran que me pegara sin intervenir en absoluto (……) Me dejaba pegar sin defenderme, y no porque tenga yo pasta de víctima (siempre lo miraba fijo a los ojos mientras me pegaba) sino porque sabía por amarga experiencia que eso era lo menos malo que podía pasar.[7]
Más adelante insiste:
Desde el año 1929 estuve deteniendo, angustiada, la tragedia que nos amenazaba… y he soportado en silencio los golpes que Lumen me prodigaba y he tragado lágrimas amargas de dolor y vergüenza… y me he interpuesto entre el padre y los hijos infinidad de veces saliendo yo en esos trances con la peor parte… y les he suplicado a mis chicos con la elocuencia desesperada del que no ve otra salida, que no intervinieran nunca defendiéndome contra su padre, que dejaran que me pegara, convenciéndolos de que eso era lo menos malo que podía pasar, consiguiendo de ellos ¡pobres criaturas inocentes! que permanecieran a mi lado quietos, mientras él me pegaba sin escrúpulo.[8]
Raimunda asignaba los lugares, eso está en su texto. Cada cual tiene su lugar en la escena conyugal de verdugo y víctima, una escena que incluye a los hijos como pura mirada inmóvil. El mensaje, la consigna, era no intervenir, no defenderla. Obligación de presenciar las escenas, sin actuar, y luego escuchar todo el día las tribulaciones y temores de su madre sobre los supuestos planes fraguados y la inminencia del crimen. Nada hay aquí ni en el resto de los documentos que revele o haga sospechar una asignación o designación de Iris para que actúe eliminando a Lumen. Más bien la asignación consiste en todo lo contrario.
Por otra parte, Raimunda no era en absoluto una mujer tan fácilmente dominada o dominable. Difícilmente podamos atribuir esta posición de Raimunda a su falta de carácter o a una personalidad sumisa. Los testimonios fueron unánimes al describirla como una persona muy dominante, incluso claramente avasallante. Dicha posición no puede comprenderse sin la inercia de cierto goce que la involucraba de manera muy singular en la escena conyugal. Porque ella misma nos dice cómo controlaba las escenas en su casa:
Como Hormiguita en la conocida fábula de Julio Verne, yo movía los títeres desde adentro en el carro del titiritero, y me consideraba feliz cuando conseguía que la función se desarrollara sin demasiados tropiezos.[9]
Ella asignaba lugares, dirigía la función y manipulaba los títeres; pero aquella tarde de diciembre de 1935 Iris se salió del libreto de su madre y pasó al acto. Iris creyó que su madre quería que la escena conyugal terminara. Malentendió la escena porque no podía ver cuál era la implicación de su madre en la misma. Cuando regresó al hogar, dos años y cuatro meses después, y comenzó a comprender que se había equivocado, que ya era demasiado tarde, lo que produjo en ella una catástrofe subjetiva tal, que solo le quedó el delirio de persecución para intentar reconstruirse, para al menos intentar responderse qué quería la madre. Porque este es el punto que Iris no puede comprender, y la respuesta se le impone como certeza delirante: el goce de la madre como voluntad destructiva. La madre tiene un plan de destrucción. La propia Iris nos lo dice: ¿por qué no eran delirantes todas aquellas deducciones aparentemente tan desatinadas que ella hacía sobre la tortura y el envenenamiento de sus pájaros? Porque ella tenía una certeza a priori que se fundaba en algo que había visto: había visto el rostro de su madre “descompuesto por una feroz y canallesca alegría” cuando se enteraba de cómo sufrían sus hijos. El pasaje al acto es la primera figura del extravío de Iris, la primera figura de su posición de alienación. El delirio de persecución es la segunda figura de su extravío, de su alienación, el delirio entendido como intento fallido de subjetivación: todo viene del Otro, toda la iniciativa y la responsabilidad es del Otro; ella fue tomada como instrumento por el Otro.
La escena conyugal no debía terminarse, al menos no de aquella manera. Nos enteramos por Iris de que la lectura preferida de su padre era Las mil y una noches, nada menos. Precisamente, la repetición de una escena al borde de un crimen que no debía efectuarse para que la escena misma pudiera continuar. Lo importante era que Sherezade no muriera, para que la historia no terminase, pero, a la vez, la historia solo podía relanzarse y continuar porque había una constante amenaza de asesinato. Y no olvidemos que este Rey de Las mil y una noches mataba a cada mujer, luego de aplacar sus ansias carnales, porque estaba tomado por una furia vengativa implacable, debido a que en el pasado había sido engañado por su amada esposa.
Iris desconocía activamente toda la dimensión de goce que concernía a su madre en la escena conyugal. Quería ver a Raimunda exclusivamente en el papel de madre abnegada y víctima ultrajada. Mas aquel día ya no aceptó mirar y escuchar sin intervenir. Creyó que su madre quería librarse de todo aquello y supuso que le agradecería eternamente el sacrificio por su amor desmesurado e incondicional. ¿Quería Raimunda que Lumen muriera? ¿Quería Raimunda que Iris lo matara? El tío Siul dijo que sí, que fue un crimen premeditado por ambas, y desarrolló su teoría de que hubo una conspiración de la madre y la hija para matarlo. ¿Motivo? Interés económico, algo demasiado inconsistente, porque él sabía que no había ninguna fortuna a heredar. La propia Iris dirá luego, delirando, que sí, que la madre quería destruir al padre y que la había usado a ella como “un instrumento dócil a sus sugestiones”. Pero lo cierto es que nada en los textos de 1935-36 nos permite afirmar que Raimunda hubiese querido algo semejante. Y la prueba más contundente es que cuando Iris retornó a su casa se encontró con algo absolutamente inesperado: su madre continuaba en la escena de lucha con el padre, no había cambiado su posición ni sus hábitos de vida, no había comenzado a salir, y no tuvo mayor vida social que antes. Más de lo mismo, a pesar de todo lo ocurrido; y lo que es peor aún, no le permitía a Iris salirse de la escena. La madre la necesitaba como oreja. Pero Iris no gozaba de lo que su madre gozaba, y calificó este descubrimiento de “terrible revelación”. Comenzó entonces el derrumbe del enorme artefacto narrativo que la madre había fabricado secundada por la propia Iris, quien, paradójicamente, se convirtió en su principal impugnadora. Iris fue la primera, si no contamos al tío Siul, en denunciar públicamente la escandalosa parcialidad del artificio narrativo fabricado por la copiosa verba de Raimunda.
Todo el trabajo posterior de su delirio será el intento, que nunca pasó de intento, de comprender lo que había malentendido de la escena conyugal, un malentendido que la precipitó en el crimen. Pero, por sobre todo, siempre se le escapó un aspecto muy puntual y específico del malentendido: ¿qué quería su madre?
Nada hay en los documentos que nos permita afirmar que Raimunda quería que Lumen muriera; y menos aún que Iris lo matara. Por su posición de adoración, Iris comprendió mal la escena conyugal y se hizo cargo de la solución que fue una consecuencia lógica de la versión materna. Iris se salió del libreto de su madre, se escapó de su control, contra todas las confiadas previsiones de Raimunda. Finalmente, Iris no resultó ser tan sumisa como su madre hubiese querido. Por desgracia para ella, tenía la costumbre de hacerse cargo de las tareas más pesadas, y no medía las consecuencias. Tenía sus iniciativas propias, cosa que demostró durante toda su vida.
La tragedia se desencadenó cuando Iris, a sus veinte años, adoradora y protectora de su madre, crédula hasta el extremo de la folie á deux, ya no fue más completamente sumisa a Raimunda y decidió actuar por su cuenta; cuando llegó a ser lo suficientemente crédula de todos los desatinos que su madre le machacaba desde hacía años, pero ya no fue más lo suficientemente sumisa como para hacer solo lo que su madre le decía.
Por su parte, Raimunda no contaba con la posibilidad de semejante reacción de Iris, porque no conocía -y no la conoció hasta tiempo después- la particular posición subjetiva de su hija que, afirmada en el éxtasis de la adoración hacia ella, desconocía sistemáticamente la verdad de lo que se jugaba en la escena conyugal, y, particularmente, desconocía el odio que la concernía. Iris siempre estuvo extraviada en el odio porque jamás pudo reconocerse allí más que como odiada. Para ella, el que odia siempre es otro. Iris, rehén de sus ideales, donde no hay cabida para el odio, lo desconoce radicalmente como propio. En Iris había odio, agresividad, violencia. Pero no podía verlo, sino que escapaba de sí misma por la ilusoria identificación a ciertos ideales de paz universal, de no violencia, de no matar, de amor a la naturaleza y a la humanidad. Mas el ideal es precisamente lo que ella no es; el ideal es lo que debería ser, o lo que anhelaba ser. Lacan mostró que el Yo, en su estructura y en su función, que incluye los ideales, es en esencia desconocimiento de sí. Iris no fue una excepción.
Por lo tanto, nadie contaba ni por asomo con lo que significaban para Iris las miradas de odio del padre sobre la madre. Iris disparó contra esa mirada de odio del padre transformado en fiera y personificación del crimen. Era una imago de su propio Yo, no subjetivada como tal. Era su imagen no reconocida en el espejo.
Ella era supuestamente buena, dulce, adorable, un remanso de paz, incapaz de odiar ni de hacer daño a nadie. Más bien eso era lo que ella y su madre hubieran querido que fuese. Iris dijo que lo mató en el último momento, cuando el padre los estaba por matar; pero, paradójicamente, él se estaba yendo en ese momento. ¿Quién estaba a punto de matar? Ella, sin duda, aunque solo podía verlo en el otro. Conocimiento paranoico, le llamó Lacan a ese punto en que el sujeto se halla totalmente capturado en la imagen especular y los límites entre el yo y el otro se borran completamente.
Por otra parte, acordamos con Iris cuando cuestiona que la adoración sea el amor; o al menos saludamos cuando denuncia que bajo la palabra amor designamos fenómenos muy diferentes unos de otros. ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? La adoración de Iris a su madre no es amor sino apego a ciertas imágenes ideales de la maternidad, la familia, la educación, la vida, etc. Apego a lo que ella llama “el mito consolador y opresor”. Iris describe perfectamente cómo no quería ver aspectos de su madre que le disgustaban, cómo veía y quería ver únicamente lo que su madre quería que ella viera, es decir, a Raimunda como la encarnación de ciertos ideales.
Otro elemento para continuar precisando el lugar de la madre en la escena conyugal es cómo Raimunda era capaz de provocar la ira y la violencia de Lumen. Según su relato, en cierto momento de sus reiteradas reyertas conyugales, cuando el marido le decía cosas crueles y luego se quedaba en cama todo el día y ella le subía la comida, una tarde los visitó la madre de Raimunda. Según ésta, para Lumen era muy importante mantener las apariencias hacia afuera: que nadie supiera lo que pasaba en casa. Entonces escribe Raimunda:
Aquel día estaba excepcionalmente triste y le dije a mamá No vaya a saludar a Lumen, no es tan bueno como usted cree.... Eso fue todo. Cuando mamá partió y Lumen supo lo que yo había dicho (lo supo por mí, que siempre fui recta y sincera) se levantó de la cama y, a puñetazos, como un demonio, me pegó tanto en presencia de Halima y Lumencito que lloraban desesperados, que eché sangre por la boca y las narices y me quedó la cara completamente desfigurada.[10]
Hasta tal punto Raimunda está en una escena e Iris en otra que luego del crimen la madre necesita varias horas para caer en la cuenta de que fue Iris quien lo mató. Como si hubieran estado en un mismo escenario pero actuando diferentes obras. Pensó que Lumen se había suicidado, y, a pesar de que le decían que había sido Iris quien lo había matado, no lo aceptaba, rehusaba ver lo que no pudo dejar de ver. Estaba a escasos metros en el jardín, mas dice no haber sido testigo presencial. Recién se convenció de que fue Iris luego de una verificación de lo más extraña: cuando comprobó por sí misma que no estaba el revólver escondido en aquel lugar secreto de la biblioteca, pero en cambio sí estaban sus cartas y diarios de viaje. Si Lumen hubiera encontrado el revólver en el escondite, tampoco habrían estado esos objetos personales suyos, porque él se los habría requisado, argumenta Raimunda. Se convenció entonces por una deducción posterior, no por lo que no pudo dejar de ver con sus propios ojos.
Pienso que para la lectura de este pasaje al acto hay que decidir con respecto a una disyuntiva fundamental:
– O bien Iris se hizo cargo de la “solución” por cuenta propia, saliéndose del libreto de Raimunda y del lugar que esta le asignaba, es decir el de mirar y escuchar pero no intervenir. Esta lectura no excluye que la posición de Raimunda y la versión materna de la escena conyugal hayan operado como propiciadoras involuntarias del crimen.
– O bien fue como dijo Iris en los años 50: que su madre quería que Lumen muriera y que ella fue usada por su madre como un instrumento, y, por lo tanto, asignada por su madre al lugar de ser la que mata.
El lugar que su madre les había asignado a Iris y sus hermanos era el de mirar, quietos, sin intervenir, cómo Lumen la golpeaba. Iris no fue asignada ni designada para matar a Lumen, ni siquiera lo fue para matar a las alimañas del jardín, asunto que puede parecernos de una cómica trivialidad, pero que para Iris constituyó un tema muy importante al que dedicó serias reflexiones. Escribió Iris poco después de matar a su padre:
Yo siempre consideré muy malo, malísimo el matar. Nosotros no comemos carne por no matar. Yo mataba en casa: hormigas, las larvas que se comen las plantas, y tarántulas que aparecen en la casa. Cada vez que mataba una tarántula (las mataba yo porque ni a mi mamá ni a mi hermano les gustaba matarlas y… ¡había que matarlas!) me quedaba pensando, a pesar de que las tarántulas son seres malos. Cuando mataba en verano 40 o 50 “bichos peludos”, me hacía mucho mal y siempre trataba de saber si el malestar provenía de haber matado, o del miedo por saber que matar está mal; y también pensaba si se debe matar las larvas para que vivan las plantas, o dejar morir las plantas para no matar a las larvas; o si es mejor no cultivar plantas para evitar el problema; pero igual uno come y utiliza los productos de las plantas y da lugar a que otros las cultiven y se encuentren en el mismo problema… Yo llegaba a la conclusión de que esta vida es una lucha brutal y horrible.[11]
Iris enfrentada con sus ideales al dilema de la Naturaleza, intentando compatibilizar la total ausencia de compasión que existe en la Naturaleza real, con sus ideales de no matar, paradójicamente llamados naturistas. Extraña ideología que se inspira en una idea totalmente irreal de la Naturaleza.
En sus reflexiones nada se lee que nos permita afirmar que fue asignada por la madre o por sus hermanos a ser la que mata. Más bien todo apunta a que ella se hizo cargo, por cuenta propia, cuando los demás no querían hacerlo pero… había que hacerlo.
Por último, quedaría por dilucidar el hecho del revólver escondido. Narra Raimunda que aquel día de 1929, Lumen, en una crisis de celos, la acusó por primera vez lisa y llanamente de adulterio: su mujer habría estado con otro hombre en la casa. Ella dice que no va más, que todo ha terminado y que se va, está furiosa. El llora y pide perdón de rodillas, pero nada. Raimunda:
El vio que me iba… y tomó una resolución súbita… subió corriendo a buscar el revólver que tenía en su mesita de luz (era un revólver que había traído de su casa unos años antes y con él hacía ejercicio de tiro todos los sábados de gloria) y empuñándolo con cara extraviada me dijo que si persistía en irme me iba a matar y a matarse en seguida…No tuve miedo, tuve lástima de él (fue por lástima que me fui dejando encadenar lentamente). Tuve lástima porque me pareció que sufría mucho y pensé que en verdad creía lo que había dicho. Reaccioné entonces y yendo hacia él de frente, exponiéndome a que apretara el disparador, entre frases de cariño, le saqué el revólver de la mano… ¡cuánto más hubiera valido que me hubiera hecho matar entonces! ¡Inútilmente detuve la tragedia durante tantos años! …. y mi hija no hubiera sido la víctima inocente! Le saqué el revólver de la mano y lo puse fuera del alcance de todos; solo Iris, en quien tenía absoluta confianza, sabía donde lo guardaba… Desde el año 1929 estaba escondido el revólver en casa. Desde entonces, en momentos de furia, muchas veces lo buscó Lumen pero sin éxito. [12]
¿Cómo entender este episodio? Hay que dilucidar tres cuestiones. La primera: ¿por qué Raimunda escondió el revólver? La segunda: ¿por qué le hizo saber a Lumen que había escondido el revólver dentro de la casa, o al menos aceptó que él lo supiera? La tercera: ¿por qué le confió a Iris dónde lo había escondido? No es un detalle menor que Raimunda no se haya deshecho del revólver. ¿Por qué no lo arrojó a la basura o al río? ¿Por qué no lo sacó de la casa y dejó que Lumen supiera que estaba allí, escondido en algún lugar? Esto puede leerse como que Raimunda no lo sacó de la escena sino que lo colocó en la escena de otra manera: el mismo objeto, en la escena conyugal, pero en un lugar diferente. ¿Por qué dejó el arma en la casa, escondida y cargada, sabiendo que Lumen la buscaba desesperadamente allí cada vez que estaba enojado, cada vez que andaba loco y hablaba de matarla? ¿Por qué no se deshizo del revólver?
Bien podría entenderse esto como parte del juego erotizado de poder, dominio y violencia, en el que estaban involucrados, con el necesario espectro del asesinato como posibilidad, pero a condición de no efectuarse, como un juego de escondidas que arma para su adorado tormento. Era un juego de erotismo y poder, pero también de azar, porque no era imposible que Lumen lo encontrara, dado que existía la posibilidad real de que eso sucediera.
Tercera pregunta: ¿cómo entender que le haya dicho a Iris dónde había escondido el revólver? ¿Acaso esta confidencia entrañaba algún mensaje implícito para Iris? ¿Raimunda quería que Iris se sirviera del revólver para matar a Lumen? ¿La estaba asignando al lugar de ser la encargada de matar a Lumen? No lo creo. Nada hay en los documentos de 1935-36 que pueda siquiera hacernos pensar en esa tesis. Muchos años después, Iris, intentando comprender, con su delirio, dirá que su madre la engañó y la usó como instrumento para destruir a Lumen. Llega a captar que había un goce de su madre en juego pero no logra comprender la escena conyugal de sus padres y menos aún su propia implicación en ella.
Iris continúa sin comprender entonces, y jamás comprendió lo que estaba en juego en la escena conyugal de sus padres, más precisamente, el meollo del goce al que estaba atada. La confidencia de Raimunda a Iris sobre el escondite del revólver no cambió en nada el lugar que la madre había asignado a la hija desde siempre, y el mensaje seguía siendo el mismo: no intervengas, no hagas nada, aunque hable de matar, aunque busque el arma por toda la casa, aunque me pegue: no intervenir es lo menos malo. La confidencia nada tuvo que ver con el encargo de una “misión militar”, y no hizo más que expresar la “absoluta confianza” que Raimunda tenía en la sumisión y en la obediencia de Iris: Raimunda creía que tendría a Iris para siempre bajo su completo dominio y control. Mas la hija, rompiendo brutalmente con esas previsiones, extraviada en este fatal malentendido, se salió del lugar asignado por su madre para mal-resolver con un asesinato el dilema que le presentaba la escena conyugal de sus padres, algo que la concernía y ligaba profundamente, y que, como ya hemos dicho, jamás alcanzó a comprender.
[1] Jacques Lacan, Las psicosis, Paidós, Buenos Aires, 1984, p. 35.
[2] Raquel Capurro, Diego Nin, Extraviada, Edelp, Buenos Aires, 1997, 2ª edición, pp. 289-97, ¿Borrar y empezar de nuevo?
[3] En tal sentido, el libro La novela de Lacan, de Jorge Barros Orellana, recientemente aparecido, juega con el título para introducir cierta ambigüedad en relación al género literario y al pacto de lectura. Pero por más que introduzca ciertas ficciones y recursos de estilo, el libro no propone al lector un pacto ficcional de lectura sino un pacto propio de los discursos con pretensión de verdad, ya que se trata de un trabajo de investigación. No funciona si pretende ser leído como una novela.
[4] José María Pozuelo Yvancos, De la autobiografía, Crítica Letras de Humanidad, Barcelona, 2006, pág. 69.
[5] El concepto de “frontera autobiográfica” está desarrollado en el capítulo primero del libro referido en la nota anterior.
[6] Viene bien recordar la influencia directa y determinante que tuvieron en la producción de Extraviada en su momento: Francis Dupré, La “solution” du passage à l’acte. Le double crime des soeurs Papin, Editions Erès, Paris, 1984. Publicado en español por Epeele, México, 1995, con el título El doble crimen de las hermanas Papin, y donde aparecen los nombres de sus autores: Jean Allouch, Erik Porge y Mayette Viltard. Tal vez en mayor medida: Jean Alouch, Marguerite ou l’Aimèe de Lacan, EPEL, Paris, 1990, luego aparecido en español con el título Margurite, Lacan la llamaba Aimée, Epeele, México, 1995. También en la editorial el cuenco de plata, Buenos Aires, con el título Marguerite o la Aimée de Lacan.
[7] R. Capurro, D. Nin, op. cit. p. 113.
[8] R. Capurro, D. Nin, op. cit. p. 160.
[9] R. Capurro, D. Nin, op. cit. p. 143.
[10] R. Capurro, D. Nin, op. cit. p. 117.
[11] R. Capurro, D. Nin, op. cit. p. 248.
[12] R. Capurro, D. Nin, op. cit. pp. 114-115.
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