De un imposible de ver

Sebastián Lema

 

Pero ni yo ni mis hermanos pudimos olvidar el drama de tantos años: nos lo evocaba continuamente; día por día, mes a mes, año a año, nuestra madre, quien hablando apasionadamente y a ritmo rápido, repetía una y otra vez, como en cine continuado, los episodios vividos, y las discusiones habidas.”[1]

La experiencia cinematográfica no le era ajena a Iris. La cita precedente pertenece a las primeras páginas de sus escritos desde el hospital Vilardebó, y es la primera referencia a la veta atormentadora de Raimunda. Su madre, antigua aliada ante los embates de la furia paterna, furia silenciada por el acto de Iris, se volverá con los años, primero, presencia atormentadora, y sólo después de su internación, figura persecutoria.

Nos interroga en este trabajo la forma singular en que eso incesante y machacador que envuelve a Iris es introducido por ella a partir de la vertiente de la mirada. Y, en segundo lugar, que en este punto esencial el cine aparezca como ilustración de esa insistencia. Como en “cine continuado”, nos dice. Pero ¿qué es lo que se continúa? ¿La sucesión de dramas y tragedias?  ¿O si tomamos distancia de lo argumentativo, la proliferación de imágenes que arremeten al ojo hasta cansarlo, hasta hacerlo llorar de tanta luz?

Leer sus escritos es meterse en un manantial de miradas que acosan pero también guían a Iris en el diseño de una estrategia de lectura de su cotidianidad, cada vez más cercada, más asfixiante. Repasarlas supera las intenciones de este trabajo. Nos alcanzará con marcar la forma en que introduce la presencia de un goce que se le presenta como imposible de tolerar. A partir de la continuidad insoportable de la mirada Iris nos presenta a la otra Raimunda.

La otra Raimunda, ¿fue amada y ahora es odiada? Dar cuenta de ese cambio en su posición subjetiva en relación a su madre le llevará a Iris todo un capítulo de sus escritos. Cerrará su argumentación a partir de una referencia a la película “The Browning version” u “Odio que fue amor”, del director Anthony Asquith. Al ver el accionar de la protagonista femenina dirá: “nuestra madre actuó así, exactamente así”,[2] haciendo surgir allí una certeza inamovible que nos permite pensar hasta qué punto el dispositivo cinematográfico era capaz de concernirle.

Se podrá pensar ¿por qué esta insistencia o hasta este forzamiento con la cuestión cinematográfica? Porque Iris nos convoca pero no nos satura. Plantearemos, a partir de su letra, que hay un real en la mirada que se manifiesta como un imposible de ver y que justamente el cine es el espacio donde esa condición de la pulsión escópica encuentra su forma de realización más pura.

Podríamos partir de la siguiente pregunta ¿Qué es una mirada? ¿Algo que revela la presencia de alguien y por ende introduce la dimensión de la intersubjetividad, aunque sea un otro supuesto y fantaseado? ¿Alcanzará una buena forma que emule los ojos para que esta función se active; como muestra el fenómeno del mimetismo? Invoquemos la palabra de un paranoico famoso, Fernando Vidal, protagonista de “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sábato.

 

“Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a Plaza de Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, algunos de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo”.[3]

¿Qué decir entonces de esta mirada fuera del cuerpo? Allí donde el órgano ya no ve. La maestría de Sábato pasa por localizar eso que mira desde un espacio indefinido, el rostro abstracto, sin necesitar nombrar lo que todos nos representamos al leerlo: el vacío de unos ojos que no ven pero sin embargo sostienen la mirada.

Eso que es introducido aquí, Lacan lo planteará en el seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, como la condición básica de la pulsión escópica: el hecho de que hay esquicia entre el ojo y la mirada. Y que ella, la mirada, eso que se desprende del ver y se nos presenta como punto de fuga de la visión es el objeto de dicha pulsión. Esta definición teórica y clínica nos permite precisar la angustia del fóbico, especialmente del agorafóbico, donde la mirada lo acosa desde cualquier punto de luz. ¿Y la mirada separada de sí que contempla al sujeto desde otro lugar en ese paroxismo de la angustia que la psiquiatría clásica denominó despersonalización?

El sujeto en este campo no es asimilable al sujeto de la representación ni al de la óptica geometral, sino a una discontinuidad, a un impase, el cual se produce a partir de la irrupción del objeto mirada que ocupa en el campo continuo de la luz una función de mancha. La mirada aparece como mancha en este campo a partir de la cual algo del sujeto queda localizado, por esa misma aparición, como veta, pincelazo, del cuadro que se conforma en el campo del Otro. Función mimética del deseo al Otro, más allá de la demanda. Función que lo revela como deseante en ese punto

Si la experiencia de la visión es campo fértil para el engaño o el escamoteo, la pulsión no se relacionará con un objeto consistente que se deje “apresar” por el ojo, sino con la comprobación de una ausencia. Por tanto a partir de la función perceptiva del ojo, se abre un empalme imposible donde se ubica la función de pérdida que enmarca el movimiento del deseo para todo sujeto susceptible de inconsciente. Así la mirada que no se deja atrapar marca la ausencia de un objeto (im)posible de reencontrar, por tanto, libidinizable.

Ese es el real último de la mirada, de su esquicia, la marca de una imposibilidad, no de una invisibilidad: el hecho de que el ojo como órgano, por estar marcado por el significante, padece por esa operatoria una pérdida que lo encamina a una relación, sino feliz, al menos posible con el Otro.

De no darse esta operación de pérdida estaremos en el terreno de un goce que no puede acotarse y por ende devendrá mirada sin freno. Dirá Iris de esta experiencia de la mirada que no termina de encuadrarse como resto:

“Pero entiéndase bien: yo no hubiera sido capaz de hacer deducciones de este tipo, si no hubiera visto (muy bien y por mis propios ojos) el rostro de mamá descompuesto por una feroz y canallesca alegría, mientras se enteraba de lo que Ariel había sufrido viviendo solo y cuando miraba como Lumen me pegaba para “defenderla” de mis reproches”.[4]

¿Qué mirada es esta? ¿En qué lugar preciso se ubica la misma cuando se encarna efectivamente en un rostro? ¿Hasta dónde una determinada posición de las cejas, un giro de los ojos en cierto ángulo se presta a una descripción objetiva? ¿En qué milímetro específico pasamos de la atención al asombro? Toda mirada implica un imposible de asir, algo que es más propio del gerundio que de la gestualidad, algo que es mientras está siendo para ya perderse.

Pero ese imposible no se presenta igual si algo se ha perdido como si no lo ha hecho. No parece haber lazo al Otro a través de la mirada sino como campo donde se despliega un exceso atormentador cuando ese inasible no está marcado por un rasgo que permita al sujeto ubicarse en relación al deseo.  Dicho lazo tomará la forma de una irrupción que fragmentará la imagen del cuerpo; desarmándolo. ¿Qué decir sino del genial hallazgo de Iris de apelar al significante “desencajado” en este punto de su narración? El rostro de Raimunda, desencajado, padeciendo la irrupción de algo que lo parte, que lo hace estallar.

“…por los nítidos recuerdos que conservo de la niñez he llegado a la consecuencia de que yo quería (con más propiedad en el concepto: adoraba) a mi madre (ser creado en mi imaginación, por ella con discursos y por mí con anhelos), pero al mismo tiempo sentía repugnancia por su cuerpo desnudo; hallaba ordinarios y sin elegancia sus movimientos (modo de caminar, de comer, de gesticular): me desagradaban el color rojo de sus cabellos y su rostro pecoso (…)”.[5]

Todo en esa imagen a Iris la asquea. ¿Podríamos leer en ello la acción del deseo del sujeto, que por efecto de la represión, se nos muestra como “repugnancia”? Difícilmente, ya que nada del rasgo parecería ponerse en juego aquí, nada del trazo singular que marca el punto de identificación del sujeto, sino más bien la presencia de lo que por continuo, sin velo, no se presenta en falta, mostrando hasta qué punto la castración ha sido siempre no una cuestión de órganos sino de términos.

“Confirmé mi sospecha una mañana que, habiendo hallado al canario agitadísimo a una hora en la que hubiera debido estar tranquilamente dormido, fui a la cocina, desde donde mamá me espiaba (es la palabra exacta), y dije; ¡Qué barbaridad; pobre animalito! Y mamá respondió con un mirada y un gesto de prepotencia y de burla tan manifiestos, a través del espejo, que no había ya por qué dudar”.[6]

Tratábamos de ubicar un cambio en la posición subjetiva de Iris respecto a Raimunda. Dedicará todo un capítulo de sus escritos a dar cuenta de que aquel amor que las unió no era otra cosa más que adoración. Un desengaño que dará lugar a una certeza: la de la aparición del odio exclusivamente del lado de su madre, siendo lo escópico el campo en que éste se despliega. Emergencia de un goce atormentador que le permite ubicar a Iris en Raimunda una forma singular de gozar(la).

Este momento nodal de su discurso se cierra con una referencia a la película “The Browning version” (1951) del director Anthony Asquith. Dirá de ella:

“Y ahora recuerdo que hace poco tiempo se exhibió en los cines de Montevideo un film inglés cuyo nombre era: Odio que fue amor. Muy bien dirigido y con muy buenos intérpretes, basado en una novela del mismo nombre que no he leído, describe de mano maestra cómo una esposa que no está conforme con su marido, lo mortifica de continuo y lo rebaja ante sí mismo y ante los demás hasta conducirlo al borde la ruina total, de la que sólo se salva por la oportuna intervención de un amigo que le hace ver claro en su situación. Mientras veía el film, la acción de la esposa me estuvo recordando de continuo el modo de ser de nuestra madre; ella actuó así, exactamente así, con nuestro padre, y luego continuó actuando así con cada uno de los hijos apenas comenzaban éstos a dar señales de poder emanciparse. Ya fuera del cine (fue en 1953) me pregunté: ¿odio que fue amor? ¿cómo? ¿acaso era amor lo que aquella esposa había sentido hacia su marido cuando se casó creyendo que sería feliz? No; lo que a aquella mujer la había impulsado al matrimonio, era algo que no tenía nada que ver con el amor; sólo había en ella pasión y ambición: ser la esposa de un hombre elegante, simpático, inteligente, que era además profesor con casa puesta en el colegio y tenía un brillante porvenir. No se entendieron, porque él era muy superior a ella en calidad espiritual y no la satisfacía en sus bajos deseos y apetitos. Odio sí, pero que nunca había sido amor. El amor nunca muere”.[7]

Iris nos dice que esta esposa mortificaba a su marido de continuo, exactamente igual a la forma en que su madre lo hacía con su padre, y que continuó haciéndolo con ellos. ¿Cómo ubicar esta recurrencia del significante continuo / continuó, apenas alterado por la acentuación? Parece marcar la recurrencia de un goce que no disminuye en su intensidad, porque se mantiene exactamente igual, simétrico en su improbable bilocación, el de la pantalla y el de su vida. Pero éste no nos es desconocido, lo encontramos en la cita que abre este trabajo, aquella que introducía a la otra Raimunda cuyo goce atosiga, como en cine continuado.

Sobre el argumento de “Odio que fue amor” poco se puede agregar a la descripción de Iris. Nos interesa desarrollar dos líneas diferentes:

 – Con Iris: lo que de su lectura se sostiene y se separa del argumento de “The Browning version”.

– Más allá de Iris: la mirada en una escena de esta película que nos llevará a la pregunta por la especificidad del cine en este campo.

Con Iris:

El personaje de Hunter, colega del profesor Crocker-Harris, protagonista masculino del film, no es simplemente “…un amigo que le hace ver claro en su situación”, sino que es el amante de su mujer. Hunter es parte del goce “que lo mortifica de continuo” y el marido engañado, una vez confrontado por aquel, reconocerá estar al tanto de la situación desde el comienzo. Iris en su lectura de la película ubica claramente allí un goce excesivo que le concierne, pero “depurará” al mismo de todo componente masculino y libidinal. No incluirá la vertiente de la insatisfacción posible de Millie, la esposa del profesor Crocker-Harris, que Hunter podría venir a saciar, ni el propio deseo del protagonista que allí se sostiene, tal vez, como mirón. Leerá  lo que puede leer desde la posición que ha ocupado a lo largo de su vida en relación al Otro y en este tiempo específico, en relación a su madre.

Más allá de Iris:

Pasemos a la escena de “Odio que fue amor”.

Nada en sus escritos hace referencia a esta escena, pero en ella se despliegan algunos elementos que nos permiten concluir, por el momento, este recorrido.

No es indiferente para la trama porque marca el giro de la posición de Millie, ya que a partir de aquí pasará de mera frialdad a “martirio”, a partir de que es introducido un nuevo dato: ella y Hunter son amantes. Pero nos queremos centrar en el punto en que el montaje agrega algo a la cuestión de la mirada.

La escena se desarrolla en tres momentos:

 – Primero: la salida de la pareja (Millie – Hunter) de la sala al patio de la casa donde el engaño se muestra.

– Segundo: el diálogo entre el profesor Crocker-Harris y su alumno, Taplow, sobre las posibles traducciones del Agamenón de Esquilo.

– Tercero: el regreso de Millie y Hunter a la sala.

 Hay dos operaciones básicas que definen al cine como una disciplina artística autónoma de otras que operan con la imagen: la posibilidad del corte y empalme de la cinta (montaje) y la inexistencia de un punto fijo de la cámara (descentramiento del lugar del espectador). Mientras la traducción del Agamenón se lleva a cabo (segundo momento) uno no puede dejar de pensar en “la otra escena” (primer momento) que se está desarrollando afuera; que algo del engaño podría meterse en ese diálogo marcadamente intelectual. La posibilidad del salto de la imagen, a partir del montaje, produce lo que podríamos llamar una “elipsis visual”, la cual revela que ese afuera no es un lugar indeterminado.

El tercer momento, el regreso de Millie y Hunter a la sala (min. 35:00) nos muestra que la ventana que está a la izquierda de la imagen es, al mismo tiempo el lugar donde el beso revelador del engaño se produjo (el patio) y el punto desde donde la cámara tomaba la traducción de Taplow y el profesor Crocker-Harris, ya que dicha ventana está a la izquierda del escritorio donde trabajan.

Por tanto el lugar desde donde el director nos ubicó como espectadores se revela retroactivamente superpuesto al lugar desde donde una mirada posible dirigida desde la pareja de Millie y Hunter entraría en la sala. El plano del min. 28:34 es esencial para entender esta superposición.

No sólo nosotros “mirábamos” el trabajo de maestro y alumno, una mirada surge junto a nosotros, desde el mismo lugar. Luego de este tercer momento captamos que el beso (min. 29:34) se produjo frente a la ventana. Alcanzaba con que Millie mirara por sobre el hombro de Hunter para que pudiera ver hacia el interior de la sala. Pero el hecho de que esa posibilidad no sea mostrada es lo que hace surgir otra mirada fuera del plano.

Una mirada que mira con nosotros más allá de nosotros. Ubicada por fuera de lo que efectivamente se está mostrando. Millie y Hunter se miran con deseo. El profesor Crocker-Harris y Taplow miran al texto que los convoca. Nosotros miramos la realidad que la película nos muestra con su sucesión de imágenes. Junto a estas miradas la posibilidad del montaje y el manejo de la posición de la cámara producen una mirada extra más allá del órgano que ve y de la trama. Más allá de un cuerpo que sea necesario mostrar.

Otra opción hubiera sido ubicar la cámara en el lado opuesto de la ventana, (a la derecha del profesor y Taplow) mostrando en el patio las siluetas de dos cuerpos que se podrían revelar en cualquier momento en su transgresión al pacto amoroso. De esta forma este efecto de enmarcado y producción de la mirada se perdería.

He aquí ese imposible de ver, ese inasible dado por el corte de la imagen que permite al cine mostrar eso que en el campo escópico se muestra como mancha.

Post – scriptum

“Se puede traducir Até como desgracia, pero nada tiene que ver con la desgracia. Es ese sentido, impartido sin duda, puede decir ella, por los dioses ciertamente implacables, el que la torna sin compasión y sin temor. Es aquello que, para hacerlo aparecer en el momento de su acto, dicta al poeta esta imagen fascinante -fue una primera vez en las tinieblas a cubrir con una fina capa de polvo el cuerpo de su hermano, el polvo cubre suficientemente como para que quede velado para la mirada. No puede permitirse que se despliegue ante el mundo esa podredumbre, a la que perros y pájaros vienen a arrancarle trozos para llevarlos, nos dice el texto, a los altares, al centro de las ciudades donde diseminarán a la vez el horror y la epidemia. Antígona hizo pues ese gesto una vez. Lo que está más allá de cierto límite no debe ser visto”.[8]

Imposible de ver. Ya no como efecto de la esquizia entre el ojo y la mirada sino como lo que pide ser cubierto para volverse tolerable. Lacan introduce esta vertiente en el seminario sobre la ética del psicoanálisis a partir de la referencia a un cadáver.

La escena en que nos detuvimos sostiene una lectura más. ¿Qué hacer con ese cadáver que parece insistir en la traducción del Agamenón? ¿Nombrarlo como “marido” o “cuerpo sangrante”? Este resto de una venganza se resiste a entrar en la traducción y sobre ese punto debaten el profesor Crocker-Harris y Taplow, mientras otra traición se está desarrollando a metros de ellos, a la vista pero aparentemente cubierta por una leve capa de polvo.

Cuando llega al verso 1400, el reproche del Coro a Clitemnestra, Taplow lo traduce como: “…nos maravilla la destreza con la que puedes pronunciar un discurso tan jactancioso sobre el cuerpo sangriento del marido que has asesinado”. Sorprendido, el profesor Crocker-Harris afirma que en el texto no encuentra esa referencia: “…busco diligentemente y no encuentro “sangriento”, ni “cuerpo”, ni “has asesinado”. Simplemente “Marido”. La discusión parece girar sobre el término anér. ¿Ser literal o interpretarlo?

Hemos consultado algunas traducciones de este pasaje al español y nos parece que la discusión no admite una respuesta concluyente[9], como sostiene el profesor Crocker-Harris. La traducción de Bernardo Perea parece acercarse a la posición de Taplow: “¡Nos asombra tu lengua! ¡Cuán audaz al jactarte con ese lenguaje junto al cadáver de tu marido!”[10] Mientras que la de Felipe Peyró Carrió afirma: “Nos maravilla la osadía de tu lengua, ya que hablas con tanta jactancia de tu esposo”.[11]

Este pasaje en que se detienen (del verso 1375 al 1410) es aquel  en donde Clitemnestra es sorprendida en su crimen. Hay dos referencias a “cadáver” que es la traducción de necrós (versos 1395 y 1405), mientras que el término anér es literalmente “varón” y si algunas traducciones prefieren cuerpo o cadáver responden al contexto dramático que intentan respetar. Lo interesante es que es ella quien utiliza necrós mientras que el Coro prefiere anér, varón. ¿Acaso el tono jactancioso de Clitemnestra está dado justamente por no tener miedo de nombrar como cadáver al resto que acarrea su acto homicida?

Por tanto, el diálogo del profesor Crocker-Harris y Taplow enriquece la escena no sólo por duplicar la temática de la traición y del engaño. La complementa al introducir la dimensión del sujeto y su deseo de no ver allí donde menos se lo esperaba.

[1] Raquel Capurro y Diego Nin, Extraviada, Edelp, Buenos Aires, 1995, p. 290.

[2] R. Capurro y D. Nin. Ibíd.  Pp. 306-307.

[3] Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, Seix Barral, Barcelona, 2003, p. 253.

[4] R. Capurro y D. Nin. Op. Cit.  P. 335.

[5] R. Capurro y D. Nin. Ibíd.  P. 305.

[6] R. Capurro y D. Nin. Ibíd.  P. 307.

[7] R. Capurro y D. Nin. Ibíd.  Pp. 306-307.

[8] Jacques Lacan, La ética del Psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1992, p. 316.

[9] Agradezco a Fernando García sus comentarios sobre el texto griego original.

[10] Esquilo. Agamenón, Biblioteca Básica Gredos, Madrid, 2000, p. 162.

[11] Esquilo. Agamenón, Edicomuncación, S. A., Barcelona, 1999, p. 157.

 

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