Donde hubo fuego cenizas quedan [1]

Raquel Capurro

 

lo transformé, sí, pero solo en apariencia; el rescoldo quedó bajo la ceniza, y produjo el incendio que concluyó todo

Raimunda Spósito.[2]

Hace ya veinte años participé con Diego Nin en la aventura de descubrir a Iris Cabezudo y su familia. De ese encuentro surgió un libro, Extraviada. Al releerlo hoy hago mía una pregunta lanzada por Jean Allouch en un reciente coloquio en el que se interrogaban críticamente ciertos emprendimientos biográficos sobre Michel Foucault: “¿Qué erótica toma juntos al biografiado, al biógrafo y a los lectores de este último?”[3] Me pregunto qué nos (me) sigue convocando en esta historia. Seguramente hay efectos de fascinación y de escamoteo, como los señala el mismo Allouch, efectos que no podrían evitarse adscribiendo a la pretensión objetivante de un estudio psicopatológico. Por ello hemos buscado en los artistas una mejor inspiración para abordar, una vez más, estos restos que en buena medida el azar puso en nuestras manos. Restos, sí; he aquí una palabra clave. Estamos ante los restos de una historia. Memorias para armar[4], titularon las ex presas políticas los libros con sus recuerdos. Hicimos un armado que hoy nos interroga desde otro lugar.

Cenizas

Walter Benjamin le pide al historiador la humildad de una arqueología material: debe convertirse en el “trapero” de la memoria de las cosas. Osamos, pues, el paso de identificarnos con Iris, esa trapera, de vida errante por las calles de Montevideo. Los invito a visitar con ella la memoria de las cosas.

Caminemos por la calle Luis A. de Herrera (ex Larrañaga) para detenernos en la esquina Emilio Raña. Miremos e intentemos hacer allí lo que en términos judiciales se llama una inspección ocular. Nada llamativo por aquí ni por allá… Nos encontramos pues ante un lugar anodino, de construcción reciente, donde solo luce el cartel de una empresa de venta de alarmas de seguridad.

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Sin embargo… unas palmeras… y una verja dicen de otro tiempo.

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Para interrogarlas retrocedamos a 1993, veinte años atrás, momento en el que, asombrados, descubríamos con Diego Nin, en este lugar, los restos de una casa señorial, en ruinas.

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En su contingencia, el contraste que hacen presente estas fotos nos interroga.

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¿Qué determinó un estado y otro de ese territorio? ¿Cómo se dieron los pasajes de la casa a su ruina y de la ruina al hoy? Entre imagen y palabra hay discontinuidad, y también anudamiento posible de esos registros con un tercero, el real, que intentamos asir.

Propongo dar nombre a la imagen de aquellas ruinas para que se nos revelen como síntoma de un real velado. Ese nombre ya fue enunciado, legalmente, cuando ese terreno se convirtió en “una herencia yacente”, una herencia que nadie reclamó, de la que nadie quiso hacerse cargo. Doy pues a ese nombre el alcance de un síntoma anclado en esas ruinas. Podemos entonces reconocer ese lugar que las fotos de 1993 presentan como el lugar de aquello que Aby Warburg llamó una sobrevivencia – Nachleben- objeto histórico de un pasado latente que las fotos rescatan y que puede desplegarse a partir del momento en que reconocemos su aparición.

¿Qué sobrevivía allí? “La sobrevivencia -comenta Didi-Huberman- indica al mismo tiempo un resultado y un proceso: expresa los rastros y expresa el trabajo del tiempo en la historia”.[5] Walter Benjamin caracteriza ese trabajo con dos términos “cuyas significaciones conjugan, no por azar, movimientos de doble régimen: Einfall, se refiere a la caída, a la irrupción de algo y Umschlag que remite a la inversión y al envolvimiento”.[6] Allí en el jardín, caídos como una ocurrencia surrealista, hay, desparramados, restos, que de algún modo invierten aquello que estuvo un día allí.

Al abrir la verja y trasponer el umbral pisamos el terreno donde tuvo lugar un crimen. Fue allí que, en 1993, encontramos lo que propongo llamar cosas cadaverizadas: restos de un piano, algo de los materiales de trabajo de un químico, y algunos libros. Había además muchos diarios, subrayados con lápices de dos colores, chamuscados, testigos de ocupantes recientes que buscaron con ellos armar un fueguito. Había, además, cenizas. Esos restos y esas cenizas que vimos en 1993 son desechos y testigos de otro tiempo que empieza allí a revelarse. Escribe Didi-Huberman:

Las cristalizaciones más humildes de la existencia están en sus desechos por así decir. […] el despojo ofrece no solamente el soporte sintomático de la ignorancia -verdad de un tiempo reprimido de la historia- sino también el lugar mismo y la textura del “contenido de las cosas”, del “trabajo de las cosas”.[7]

¿Qué activo desconocimiento soportaron pues, como síntomas, esos despojos? ¿Qué fuegos consumieron esa casa que dejaron tales cenizas?                                                                                          Sabemos hoy que en esa casa, en aquel jardín, el 12 de diciembre de 1935, Iris Cabezudo hizo fuego contra su padre y lo mató. Al día siguiente se hizo público en los diarios no solo el homicidio sino cierta versión de la locura que enlazó a los miembros de esa familia en un destino de vida y muerte.

Un año después, en 1936, un informe judicial describió cómo lucía entonces esa casa visitada para cumplir con el requisito legal de un expediente que se abre con la foto de la inculpada y cuya carátula reza así:

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Cito algunos párrafos que dicen en donde se detuvieron esas miradas:

En Montevideo el nueve de octubre de mil novecientos treinta y seis […].

El Señor Juez, siempre en compañía de todos los nombrados, y de la señora madre y de los hermanos de la prevenida, recorrió la finca observando detenidamente todas sus dependencias interiores y exteriores y deja, por su parte, constancia ante el suscripto, que el orden y la prolijidad son características salientes del hogar visitado, llamándole la atención el estado de meticuloso cuidado en que se encuentra el jardín que circunda la casa, -el que solo es atendido por ella y por sus hijos,- según así se lo expresa la señora madre de la procesada […]”.[8]

Lo que encontramos en 1993 fueron los restos de una caída que invirtió lo que fue visto en los años treinta, una historia de locuras que en su devenir produjo, como restos condensados, esas ruinas. Hubo allí un derrumbe material y espiritual que dio mucho que hablar: las leyendas del barrio se nutrieron con el asesinato de modo tal que la estirpe familiar quedó anudada con esos comadreos que produjeron historias fantásticas de cómo en esa casa todos ellos vivieron y murieron a lo largo de varias décadas. Madre e hijos -menos Iris-, condenados y segregados, aislados y locos, morirán allí en la casa de la familia, casi convertida en sepultura ya que por esos muertos no hubo duelo ni sepulcro familiar, solo cenizas dispersas en las tumbas sin nombre del osario municipal, allí donde la ciudad hereda a los muertos abandonados. También Iris, que muere en el hospital, fue enterrada allí. Son estos muertos los que retornan en el decir del vecindario.[9] La casa asediada por ellos asedia al barrio, con sus ruinas y su silencio. Síntoma que no cesa de estar allí. Y por eso, ellos inventan, hablan.[10]

Dicen:

–Cuando Lumen [hijo] me vino a buscar para que viera a su madre, ella le dijo que me mostrara el cuarto de Iris. Ella me dijo entonces que lo que tenía en la pierna se lo había hecho la hija, porque tocaba timbre y ella no le quería abrir porque le tenía miedo, miedo que los matara.

Dicen:

–Al otro día la señora hizo que me mostraran el cuarto de Iris. Era el primero de la casa. Ella se estaba quedando allí en esos días. ¡Ah, no pueden imaginar lo que era! Yo tenía miedo que viniera y me agarrara allí. Todo te daba miedo. El espacio donde Iris se acostaba sería un pedacito así, porque todo alrededor estaba ocupado por altos de diarios, ollas… de todo.

Dicen:

–Nosotros teníamos las casas separadas en el frente solo por tejidos, pero ellos alrededor levantaron paredes porque eran nudistas y naturalistas […].

Los rumores estaban allí, frustrados intentos de situarse ante una historia con lo que dicen que dijo que dijeron. Así también dicen:

–Después que él falleció, ellos se desahogaron, ella empezó a hablar, y fue cuando escribió; hizo un escrito sobre su vida, y al mismo tiempo Iris hizo otro, y coincidieron: por eso a ella no la tuvieron presa y estuvo en el Hospital Militar […].

Imágenes y dichos solo son un relámpago que dibuja la oscuridad de un agujero.

Escribe Didi-Huberman:

Hay una fragilidad que conlleva esta aparición fulgurante, puesto que, una vez hechas visibles, las cosas son condenadas a sumergirse de nuevo casi inmediatamente en la oscuridad de su desaparición, al menos de su virtualidad.[11]

Intentemos dar otro paso tras las huellas que las cenizas cubren, pasemos de “ese rescoldo”, al que alude Raimunda, “al gran incendio”. Vayamos de las cenizas al fuego. De los muertos a las huellas eróticas de sus vidas y sus muertes, huellas que algunos de ellos dejaron al franquear el paso a la escritura.

Salir del encandilamiento de las imágenes y de los balbuceos populares lleva a interrogar ciertos escritos aludidos por los vecinos y encontrados en nuestra investigación. ¿Qué pasó allí?

Fuegos

¿Qué fuegos consumieron a esa familia? ¿Qué fuego consumía a Lumen, qué fuego a Raimunda, qué fuego llevó a Iris a hacer fuego contra su padre? Fuegos todos ellos con los que se armó el incendio que abrasó la casa.                                                                       En un artículo publicado hace unos años Jean Allouch se preguntaba:

[…] de qué depende cierto tipo de incompatibilidad (diversamente vivida bajo el modo del espanto, del horror, de la angustia, del anonadamiento) que aparece a veces cuando se juntan el orden familiar y aquel, problemático, de lo sexual?[12]

Algo de eso está presente en los escritos hallados pero, ¿cómo decir de las eróticas en juego en esta familia sin caer en los excesos en que puede incurrir el biógrafo con intrusivas adjudicaciones de sentido? “El sentido -sostiene Allouch- no podría tener, de ninguna manera, la última palabra sobre lo que habrá sido una vida”.[13] La psicologización mediante la inyección de sentido que todo lo aclara y comprende es una resbalosa pista que lleva a lo peor. Digamos que el campo erótico se ofrece, fértil, a dichas intromisiones.   Como forma de tratar las “tentaciones” del goce del sentido Allouch propone un método de acercamiento que llama “hojaldrado”. Por un lado, la metáfora del hojaldre abre quizá el apetito de saber pero también remite a la paciencia del arqueólogo con sus pincelitos, distinguiendo las capas geológicas en las que encuentra tal o cual huesito que tendrá que fechar e identificar.   La construcción de un caso puede también desplegar, con su hojaldrado, la posibilidad de que el lector tome sus distancias y salga de ciertos momentos hipnóticos de su lectura en los que cree echar mano a la verdad en juego. Esos momentos escamotean de esa verdad “[sus] condiciones dinámicas y eróticas”. “Este dispositivo hojaldrado, hecho de capas sucesivas, puede tener un alcance heurístico, incluso puede dar lugar a una creación”.[14]  Entonces, ¿cómo decir sobre la o las eróticas que se dan a leer en los textos que nos dejó la familia Cabezudo Spósito? Ni fascinación ni escamoteo, ni excesos de sentido. Capas de hojaldre de las eróticas, ¿cómo? Respondo: simplemente relevando, al modo de una secretaria, algunas frases que ellos mismos han dicho. Frases referidas a ciertos acontecimientos que por su anclaje literal remiten ampliamente a los documentos encontrados, en particular porque los leo enlazados a tres momentos de esta historia que pueden calificarse como tres umbrales.

1er momento: La muerte de la pequeña Edelweiss

El estallido del incendio no surgió de la nada. Lacan señala que un pasaje al acto, como el crimen cometido por Iris, se da en un contexto creciente de tensiones sociales. El escrito de Raimunda Spósito destaca -con la perspectiva de defender a su hija- ciertos acontecimientos que nos hacen saber de ello. Su escrito me permite señalar un momento importante en esa escalada de violencia que recrudece en los últimos meses para encontrar su acmé en el último día. Pero justamente esa expresión “el último día” resulta aquí paradojal pues remite, en el escrito de Raimunda Spósito, a un suceso ocurrido tres años antes del asesinato de Lumen Cabezudo y que, sin embargo, ella titula así: “Iris – El último día”. Allí donde el lector espera detalles del día del crimen (12 de diciembre de 1935), ¿qué se nos da a leer? La muerte de la pequeña Edelweiss (enero de 1933) y el duelo en que entra su madre. La muerte de esa niña fue el punto de quiebre de Raimunda, su madre. Inadvertidamente, para ella, el último día se configuró desde allí.[15] Allí empezó, a ojos vistas, su desmejoramiento, que Iris atribuirá al padre, y que expresará como “pérdida de terreno” en ese campo de batalla en que se vivía. Escribe Raimunda:

Cuánto lloré cuando murió mi Edelweiss!; lloré tanto, que se me llenaron los ojos de ampollas; murió tan de repente, que me quedó la impresión de que me habían robado a mi nena.[16]

Ese duelo instaura entre Lumen y Raimunda una disparidad subjetiva en los límites de lo tolerable. La erótica de ese duelo no es compartida por ambos padres sino todo lo contrario. Escribe ella:

Lumen, al ver que mi dolor me tenía ausente, me decía enojado: “merecerías perder los hijos que te quedan”; y al decirle yo “¿tú me a los sacarías?”, me contestó él: “sí, yo te los sacaría para tenerte solo para mí”.[17]

En ese duelo, Iris, ocupa el lugar de consoladora y aliada de su madre. Escribe Raimunda:

Quien apaciguó mi dolor después de la muerte de Edelweiss, fue Iris. […] siempre, en todas partes, veía sus ojos tiernos y serenos que me seguían y alentaban… Ella no lloraba, ella cuidaba a los chicos, ella atendía todo lo que descuidaba yo. […] Pero, muchas veces, a altas horas de la noche, me levantaba a consolarla a mi vez, porque, a pesar de que se tapaba completamente, ¡oía sus sollozos desgarradores! Ella adoraba a su hermanita, había sido un poco su madre, y la había visto morir.[18]

Esta muerte, en la óptica de Raimunda, se asocia además a recuerdos en los que Lumen aparece rechazado por la pequeña, hasta un último “¡Vete!” que le habría gritado haciendo temblar su cama.[19]

Lumen, por su parte, aparece poseído por el deseo de poseer a Raimunda, en quien se condensan figuras de mujer incompatibles para ella y, de otro modo, también para él. Según Lumen ella es maestra, señora, madre y puta. Es un tesoro de cuerpo y saber. Respecto a ese tesoro del que no puede adueñarse como quisiera los hijos quedan en posición de rivales y en particular la niña muerta pues, en ese tiempo, ella, Raimunda, es una madre en duelo, está ausente donde él la espera, y los celos devoran a Lumen, que va operando cortes en el territorio familiar, sin percatarse de la inutilidad de su recurso.

2º momento: La muerte de Lumen

En ese in crescendo de las tensiones familiares bastó una chispa para que estallara el fuego, momento en que Iris franquea otro umbral con la certeza de que se adelanta así al supuesto paso mortífero de su padre.

La tarde del hecho, papá y mamá discutieron como siempre; pero mi padre evidenció que iba a dar un paso más: dijo que trasladaría el dormitorio al comedor. […] Yo vi que mamá perdía terreno; en eso de que veía de que con bondad no podía contener a mi padre. En este momento yo subí a la planta alta a buscar un revólver que estaba encima de una biblioteca; tomé el arma, la dejé en mi armario y regresé al piso bajo. Cuando llegué, vi que mi padre se iba al tiempo que le gritaba a mi madre con odio: “te voy a reventar… Te vas a estrellar contra una piedra… voy a armar un escándalo que va a salir en los diarios”.[20]

Entonces Iris hace fuego y mata a su padre. Los hermanos de Lumen le dieron sepultura.

3er momento: El derrumbe

El retorno de Iris a la casa paterna ocurre luego de dos años de prisión. Veinte años después nos enteramos de lo que entonces sucedió. Relato de su derrumbe que acompasa el estallido de la imagen ideal que tenía de su madre y, luego, el largo relato de su intento frustro de construir a partir de allí, con ese escrito, otra interpretación que frenara la imputación de locura de la que se veía objeto en el hospital Vilardebó.

El fracaso de su acto homicida -su point d’acte– le es revelado por la presencia fantasmal de su padre en el decir de su madre. Para Raimunda no hay duelo sino perpetuación de su guerra, ahora con un Lumen muerto-vivo, a quien hace presente “como en cine continuado”, repitiendo sus peleas con él sin poder pasar a otra cosa.

Escribe Iris:

Pero ni yo ni mis hermanos pudimos olvidar el drama de tantos años: nos lo evocaba continuamente, día por día, mes a mes, año a año, nuestra madre, quien hablando apasionadamente y a ritmo rápido, repetía una y otra vez, como en cine continuado, los episodios vividos, y las discusiones habidas.[21]

Esa repetición fantasmática desencadenó el derrumbe de Iris. Escribe:

Además, cuando en los años 1950, 51, 52, 53, en conversación con numerosas y diferentes personas amigas, les expresaba mi tremenda angustia moral ante el derrumbe que progresivamente estaba sufriendo en mi comprensión la personalidad de mi madre, me hallé ante dos cosas: Que eran muchos los que ya estaban convencidos de que nuestra madre no era la maravillosa y sacrificada mujer que yo había descrito: y que eran muchos los que me contaban casos semejantes, de madres “que lo eran todo en la casa” hasta el punto de que los hijos, de 30, 40 y más años, vivían enteramente según el dictado materno. Madres que quieren a los hijos como a una propiedad; como a personas que deben estarles totalmente subordinados y a quienes anulan en sus posibilidades de vida.[22]

Líneas más adelante, Iris relata su intervención a gritos:

[cuando] vi con asombro lanzarse a mamá (con los mismos métodos y el mismo ímpetu de otras veces) en una campaña de ataque y desprestigio contra Lumen, el menor, que tenía 21 años […]”

y concluye: “Mamá no me contestó nada; pero desde ese día volvió contra mí todo su rencor. Ese día yo labré mi ¿segura? destrucción”.[23]                                                                                          Se ha producido una reestructura de la persecución: no hay duelo posible por el asesinado, sus cenizas no los conciernen, solo su fantasma. Asignando a su madre el lugar de perseguidora, Iris construye una nueva versión de la historia y, un día a la salida del cine, tiene una iluminación:

Y ahora recuerdo que hace poco tiempo se exhibió en los cines de Montevideo un film inglés cuyo nombre era: Odio que fue amor. […] describe de mano maestra cómo una esposa que no está conforme con su marido, lo mortifica de continuo y lo rebaja ante sí mismo y ante los demás hasta conducirlo al borde de la ruina total, de la que solo se salva por la oportuna intervención de un amigo que le hace ver claro en su situación. Mientras veía el film, la acción de la esposa me estuvo recordando de continuo el modo de ser de nuestra madre: ella actuó así, exactamente así, con nuestro padre, y luego continuó actuando así con cada uno de los hijos apenas comenzaban estos a dar señales de poder emanciparse. Ya fuera del cine (fue en 1953) me pregunté: ¿odio que fue amor? ¿cómo? ¿acaso era amor lo que aquella esposa había sentido hacia su marido cuando se casó creyendo que sería feliz? No; lo que a aquella mujer la había impulsado al matrimonio, era algo que no tenía nada que ver con el amor; solo había en ella pasión y ambición: ser la esposa de un hombre elegante, simpático, inteligente, que era además profesor con casa puesta en el colegio y tenía un brillante porvenir. No se entendieron, porque él era muy superior a ella en calidad espiritual y no la satisfacía en sus bajos deseos y apetitos. Odio sí, pero que nunca había sido amor. El amor nunca muere.[24]

No deja de producirse aquí una serie de referencias que asombran: el film no solo muestra lo que Iris relata, sino que además el protagonista es un profesor de griego en Eton que se encuentra trabajando con sus alumnos cierta versión, atribuida a un tal Browning, del Agamenón de Esquilo. Tenemos pues allí latente, en una puesta en abismo, más allá del plano explícito, un triángulo trágico que duplica el compuesto por Raimunda, Lumen y Edelweiss, y que es el de Clitemnestra, Agamenón e Ifigenia, la hija por él sacrificada. Veladamente ello insiste en la reinterpretación de Iris, también ella oscuramente situada como sacrificadora-sacrificada.[25]                                                                                              Se dice que los trapos sucios se lavan en familia, y bien ya no vale ello para Iris que se va a aplicar a hacer saber “lo sucio” de la vida familiar. Ese intento suyo de hacer saber, la propulsa, veinte años después del crimen, en un segundo movimiento: el de su intento de pedir a un psiquiatra que localice la locura en su madre. Ese nuevo acto se revelará también fallido pues culmina no solo con su internación sino con su expulsión de la casa familiar y de su trabajo como maestra.

 Imposible encuentro

A partir de entonces, durante más de veinte años, Iris llevará una vida vagabunda, de trapera, por las calles de Montevideo. En esos años muere su madre pero Iris la creerá prisionera de los médicos y la seguirá buscando. Narra Élida Tuana:

[…] una de las personas que ella veía era a su madre que ya había muerto hacía tiempo, pero para ella no había muerto, los médicos la tenían retenida en ese proceso particular que hacían. Entonces ella, de repente, estaba mirando una vidriera, y en el vidrio veía a su mamá, que andaba por ahí. Se daba vuelta y la llamaba “Mamá”, y la mamá había desaparecido, entonces, corría por todo el barrio, […] nunca le pudo dar alcance. Indudable.[26]

Sobrevivencia. ¿Presencia alucinada o más bien falso reconocimiento, ilusión construida sobre su propio reflejo en el vidrio? Disquisiciones de una semiología, que aluden a los matices de la experiencia de creer-querer el reencuentro con un muerto-vivo. No es algo extraño en las experiencias de duelo.

Finamente Élida Tuana recuerda que, mirando Iris las vidrieras, “allí aparecía su mamá, como si estuviera adentro”. Entonces ella entraba a buscarla “y había desaparecido”. Agrega Tuana: “Durante muchos días iba nuevamente al mismo lugar pero no la encontraba”.[27]

Iris con-forma una sola imagen con la de su madre y la propia, allí ligada y a la vez para siempre separada, indiscernible, ella-su madre, presencia que retorna y “devora su propio reflejo”[28]. Pero ese encuentro imaginario dispara en ella la búsqueda de un real e imposible encuentro. Una presencia más allá del reflejo. Ese desencuentro fue quizá su manera de transitar su interminable duelo, lugar de un desgarramiento que no cesó de no efectuarse.[29] Tránsito enloquecedor, continuidad enloquecedora, a la que se refiere Lacan cuando para alguien se produce una continuidad imaginario-simbólico-real.

Decía Walter Benjamin que la historia de los vencidos, esos sobrevivientes de la opresión, es una historia a contrapelo.[30] El relato que, internada en el hospital psiquiátrico, Iris entregó al doctor Juan A. Brito del Pino no encontró la acogida que ella reclamaba. Con su segunda publicación esa historia quedó ofrecida a sus nuevos lectores y abre la posibilidad de un asentimiento. ¿Simple evocación del pasado o, siguiendo en esto la distinción de Kierkegaard[31] entre un reminiscencia que ata al pasado y una reanudación que abre al por-venir, una apuesta a efectos nuevos e incalculables? ¿Es posible discernir algún efecto atribuible a la publicación de Extraviada?

Señalamos uno que se nos hizo visible en esta oportunidad y que atañe no a los directamente implicados en el caso ni a sus familiares sino a otros: al barrio y sus vecinos. Ese efecto, esa “herencia yacente”, se remató judicialmente poco después de publicado el libro, a partir de la inquietud que la presencia de los investigadores y sus preguntas había despertado en algunos vecinos. El territorio familiar, que con sus ruinas alimentó las leyendas del barrio durante más de cincuenta años, se vendió y una nueva construcción reconfiguró ese espacio.

Entonces, ¿se podría admitir que la venta del terreno y la nueva construcción, ocurridas luego de publicado el libro son indicios de que, conservando muy tenues huellas del pasado, en el predio y para el barrio se abrió un por-venir?

¿No es, acaso, en el fondo, papel de los escritores construir la tumba de los muertos? ¿Qué es escribir, decía Michel de Certeau, sino una práctica funeraria?[32]

Propongo entonces considerar ese cambio como un efecto de la publicación de Extraviada que habrá funcionado como lugar y ritual para los entierros de esos muertos que asolaban al barrio. Segunda muerte quizá ahora así efectuada.

Solís, 2013.

 

[1]Agradezco a Gonzalo Percovich y a Marcelo Real sus atentas lecturas y sugerencias. También a Mariana Ponce de León por su colaboración en diagramado y fotos.

[2] En: Raquel Capurro y Diego Nin, Extraviada, Edelp, Buenos Aires, 1995 y 1997, p. 101. Puede encontrase en la web (http://www.e-diciones-elp.net); traducido y modificado en su composición como Je l’ai tué, dit-elle, c’est mon père, Epel, Paris, 2005; siguiendo esa edición, Yo lo maté, nos dijo, es mi padre, Epeele, México, 2006.

[3] Jean Allouch, “Fascination et escamotage”, Saint Foucault, un Miracle ou deux?, Cahier de l’unebévue, Paris, 2013, p. 88 (traducción de RC). El título del cuaderno hace referencia a un libro de David Halperin, traducido al francés y que encontramos también en español: San Foucault. Para una hagiografía gay, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2010.

[4] http://www.entrelibros.com.uy/Senda/Autores/R-T/Taller-de-Genero-y-Memoria-ex-Presas-Politicas/Memoria-para-armar-tres/flypage.tpl.html.

[5] Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005, p. 143.

[6] Ibid., p. 135. La referencia a Walter Benjamin es a su tesis “Sobre el concepto de historia”.

[7] Ibid., p. 141.

[8] Raquel Capurro y Diego Nin, op. cit.

[9] Lumen (padre) será el único miembro de la familia sepultado en el panteón de los Cabezudo, cadáver recobrado por la piedad de sus hermanos.

[10] Raquel Capurro y Diego Nin, op. cit. Todas las citas que refieren al decir de los vecinos se encuentran en el capítulo 26, pp. 465-476.

[11] Georges Didi-Huberman, op. cit., p. 151.

[12] Jean Allouch, “Una mujer debió callarlo”, Revista Litoral nº 9, Córdoba, 2000.

[13] Jean Allouch, “Fascination et escamotage”, Saint Foucault, un Miracle ou deux?, Cahier de l’unebévue, Paris, 2013, p. 87 (traducción de RC).

[14] Ibid., p. 89.

[15] Raquel Capurro y Diego Nin, op. cit., p. 127. “De todos mis trabajos, de todas mis fatigas, de todas mis penas, de todas mis continuas luchas, Iris fue la compañera constante. […] Ella fue viendo cómo, después de resistir valientemente muchos años, fui cayendo y perdiendo la fe y la energía… ella fue viendo cómo, poco a poco, todo se iba desmoronando en casa […]”

[16] Ibid., p. 127.

[17] Ibid., p. 127.

[18] Ibid., p. 127.

[19] Las versiones de esa muerte que recogimos en el vecindario son siniestras. Nada nos permite afirmarlas ni negarlas. Dicen así: “Parece que murió, según el padre, porque se tragó un canto rodado; no dijeron una piedra, eh, dijeron un ‘canto rodado’. Entonces vino el médico para hacer la certificación y la hizo sin revisar a la niña, porque el padre tenía una labia muy especial, convencía a cualquiera. Luego ellos dijeron que había sido él que le había dado un golpe a la niña; eso es lo que yo sé por la señora”.

[20] Raquel Capurro y Diego Nin, op. cit., p. 250.

[21] Ibid., p. 290.

[22] Ibid., p. 304.

[23] Ibid., p. 306.

[24] Ibid., p. 306.

[25] Esta lectura que realza la erótica de los duelos es deudora del libro de Jean Allouch, Erótica del duelo en tiempo de la muerte seca, Cuenco de plata, Buenos Aires, 2006.

[26] Raquel Capurro y Diego Nin, op. cit., p. 458.

[27] Ibid., p. 434.

[28] Cf. Guy de Maupassant, “El Horla”, El Horla y otros cuentos, Letras Universales nº 330, Madrid, Cátedra, 2002. Disponible en: http://literatura.itematika.com/descargar/libro/180/el-horla.html. Ver también George-Henri Melenotte, Sustancias del imaginario, Epeele, México, 2004, capítulos 8 y 9.

[29] Raquel Capurro y Diego Nin, op. cit., p. 398.

[30] Georges Didi-Huberman, op. cit., p. 145.

[31] Søren Kierkegaard, La reprise, Traducción al francés de Nelly Viallaneix. Disponible en http://es.scribd.com/doc/32871159/Kierkegaard-La-reprise. “Reprise et ressouvenir sont un même mouvement, mais en direction opposée ; car, ce dont on a ressouvenir, a été : c’est une reprise en arrière ; alors que la reprise proprement dite est un ressouvenir en avant” (corresponde a la p. 4 de la versión pdf). Traducimos “reprise” por “reanudación”, más adecuado al texto que “repetición”, como fue traducido en ediciones anteriores tanto en francés como en español.

[32] Philippe Artières, Vie et mort de Paul Gény, Seuil, Paris, 2013, p. 214 (traducción de RC).

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