Marcelo Real
Nos han llegado de Iris dos textos que narran sus vicisitudes familiares: uno escrito desde la cárcel, otro desde el manicomio. Se trata pues de escrituras que nacen en el encierro y que son motivadas por una intención de defenderse. En el primer tiempo, se defiende de la justicia que la puede condenar por homicidio (tiempo en el que justifica su acto criminal como una defensa de su familia frente a la amenaza de su padre). En el segundo momento, se defiende en primer lugar de su madre y luego, de los médicos “aliados” con su madre que la encierran. Recordemos que en el primer tiempo, Iris es sometida a juicio por homicida. Conocemos el fallo: inimputable. En el segundo, es encerrada por peligrosa: tanto el psiquiatra (p. 291)[1], quien la sitúa como perseguidora respecto a la madre, como su amiga inspectora de Escuela Primaria, María Elisa Martínez (p. 395), quien termina evitándola porque se siente acosada por ella, recurren ambos a la policía. Conocemos el diagnóstico: paranoica.
Ahora bien, los escritos post-homicidio y aquellos en pleno delirio, ¿son dos versiones de lo mismo? ¿O en la producción delirante de Iris, está en juego una reanudación, un recomienzo que lejos de volver al mismo punto, retoma las cosas creando un punto de partida y un punto de vista nuevos? “Y por eso, ahora voy a remover y contar todo lo acontecido en casa, aunque sea ‘sucio’ ” –dice Iris (pp. 295-296). Y si es así, ¿qué es lo que allí se reanuda? ¿Y cómo se reanuda desde el punto de vista del erotismo allí en juego?
Antes de avanzar, vale señalar que aquí entendemos al erotismo tal como lo definía Bataille[2], es decir, como “la aprobación de la vida hasta en la muerte”, que no se confunde así con la “realidad sexual” o la actividad sexual reproductiva. Así pues, en la violencia y hasta en el dar muerte puede llegar a haber una erótica en juego –como se puede apreciar en las relaciones entre Lumen y Raimunda. Por eso mismo, que Iris diga que fue criada “como si fuera un ser neutro, sin sexo” (p. 317), que tenga vocación o destino de “sacerdotisa” (p. 319), que haya llevado una vida célibe, no impide que su erotismo se haya jugado en otros agujeros.
Al lado de lo que se dice y lo que se escribe, hay toda una gama de silencios, gritos, músicas y cantos que se hacen escuchar en la familia Cabezudo Spósito y de los que Iris irá infiriendo un “plan de destrucción” que se va a ir tramando a partir de las figuras parentales hasta alcanzar a perseguidores que ya no se restringen al ámbito familiar. La atracción y la repulsión[3] juegan a nivel de las formas sonoras -así como de las formas visuales y los modos de acciones y movimientos- de otra manera que a nivel imaginario. Si es a nivel de la imagen ideal donde Raimunda aparecía en un primer momento como “bendita” (p. 263), en su nuevo montaje, Iris escribirá que al mismo tiempo que adoraba e idolatraba a su madre, por entonces le
crispaba su manera de cantar mientras trabajaba (repetición monótona y punzante durante una mañana o una tarde, de un mismo motivo, parte de una canción); [y le] producía miedo su modo de hablar: imperativo, airado y cortante (p. 305).
¿El miedo o el “temor” –como dirá en otra parte (p. 303)- ya estaba en ese tiempo? ¿Se trata ya desde ese momento de la angustia de persecución?
Así como en los primeros escritos de Iris y Raimunda se describían los gritos enloquecedores y enloquecidos de Lumen, la voz reaparece ahora bajo una nueva modalidad. ¿Pero habría que contraponer el canto de Raimunda al grito de Lumen que ya hemos señalado[4] y que aparecía tanto en los relatos del momento del crimen como de las escenas recurrentes de celos? De ninguna manera, pues Iris también recuerda una y otra vez, ya no la “furia” de su padre como lo hiciera Raimunda en el escrito dirigido al juez tras el homicidio y que Iris había dactilografiado (pp. 112-113 y 155), sino las alocadas “furias” (p. 353) y los gritos de su madre:
[…] papá entregaba a mamá su sueldo íntegro, y luego ella le gritaba sin reparos, en presencia de los hijos (chicos o mayores) por cada gasto ínfimo que él hacía (p. 353). Cuando yo aún no tenía tres años de edad, mamá, con una de sus dramáticas escenas de gritos acusadores, llanto y palidez, fue la causa de que su hermano aún adolescente, Víctor, que vivía en su casa, tomara un cuchillo y se lanzara con él contra papá… mamá “lo salvó”. ¿Que cómo conozco yo ese episodio que no presencié? Pues porque mamá se lo recordaba a gritos a papá, en mi presencia y la de mis hermanos, periódicamente, en cada una de sus grandes peleas (p. 292).
Ahora, también Iris grita[5]:
Fue entonces que […], totalmente apoyada por mi hermano menor Lumen […], le dije a gritos (porque es esa la única forma de hablar que mamá atiende) que no me hablara más de papá, que no tenía derecho a hacerlo, que me ponía nerviosa, que nos estaba echando a perder la vida […] (p. 290).
Allí, con ese grito con el cual responde a los gritos y al acoso de su madre, la relación madre-hija comienza a fisurarse: es allí donde Iris comienza a romper el silencio, siempre y cuando no confundamos a ese silencio con el callarse[6]. Desde el momento en que este grito, este hablar a los gritos, se ha deslizado entre ellas, algo ha pasado, la posición de Iris cambia a tal punto que llega a experimentar cómo se hace añicos “el mito consolador (y opresor)” (p. 305) de su bendita madre.
¿En qué habrá consistido ese cambio desde el punto de vista de la erótica que ligaba a ambas y de la persecución que se instala entre ellas? Busquemos la respuesta en la letra misma de Iris:
Lo que sucede, es que lo que parece amor las más de las veces no lo es: hay apego, adoración de algo que es sólo un mito, necesidad de protección, de seguridad, de respaldo, de amistad… y muchas veces, en lo que llamamos amor, hay temor mucho temor (p. 303).
En primer lugar, no diremos pues que se trata de un pasaje del amor al odio. ¿Sería más adecuado decir un pasaje de la adoración al temor? Si seguimos la línea argumentativa de Iris, se verá que el temor ya estaba desde el primer momento: “mucho temor”.
Los hijos que primero “aman” y después “odian” a la madre, no la han amado nunca: han sido forzados desde su más tierna edad por la propia madre a adorarla, por medio de una continua sugestión, realizada con razonamientos adecuados, lecturas y narraciones emotivas acerca del cariño y el sacrificio material, un acertado trabajo sobre la imaginación por constantes “atenciones” y “sacrificios” (que son inútiles y malsanos, porque subordinan en forma peligrosa la personalidad), y la indispensable dosis de temor, logrado por el carácter violento, las órdenes inapelables, la prohibición de amistades y alegrías, el impedimento total de la libre determinación (así se trate del vestido de una muñeca, del arreglo de la mesa con flores o del peinado), acompañado todo ello por la seguridad del oportuno e implacable castigo, corporal o sentimental (p. 304).
Veíamos más arriba que en este segundo tiempo, Iris habla de su madre en términos de repugnancia, desagrado, temor, crispación, miedo y desilusión (p. 305).
Y terminando el tema: ¿Amaba yo a mi madre cuando niña y adolescente? ¿Se teme a quien se ama? ·No, yo no la amaba: la adoraba. ¿Odio yo a mi madre? ¿Se desea la felicidad a quien se odia? No, no la odio: la conozco y ya no la aprecio; y como sé que busca mi destrucción y la de mis hermanos, me defiendo y los defiendo (p. 307).
Redoblando la fórmula con la cual comenzaba su defensa tras el homicidio de su padre “Odio no le tenía” (p. 56), ahora respecto a su madre dice “No, no la odio”, señalando así la caída del afecto, de la estima o del aprecio que se ve acompañada por la angustia de persecución y las estrategias de defensa frente a su madre, ahora señalada como gozadora terrible.
Por último, el grito también se hace presente en las trazas del delirio de Iris, en su lectura de la prostitución ejercida en las calles y que involucraba a las mujeres, los clientes y los fiolos. Cuenta la psicóloga que escuchó a Iris en sus últimos años, Elida Tuana:
Según ella, había hombres que las seguían, y esos que seguían a las mujeres, que vigilaban a las mujeres que andaban por ahí, por “Andes”, por “Convención”, por “18 de julio”, esos eran judíos. O sea, las mujeres iban a la pensión y detrás los judíos que les daban una paliza que ella escuchaba: sentía gritar a las mujeres (p. 457).
Iris no escucha voces que le hablan, oye gritos. A partir de esos gritos, hace una lectura particular, arma un relato, una narración: se trata de mujeres golpeadas y explotadas por hombres judíos[7].
Como consecuencia, Iris realiza denuncias en la seccional de policía tanto mientras se hospeda en las pensiones, como cuando lo hace en el refugio del Ejército de Salvación al que acusaba de ser “un prostíbulo[8] donde los cuidadores dejaban entrar hombres de noche, y ella sentía que había mujeres que gritaban porque las querían forzar” (p. 462). Iris toma esas marcas de lo social (la condición femenina, la propaganda antisemita), para construir otro relato de la persecución: una persecución que va aumentado de grado, hasta alcanzar una escala mundial y en la que aparece, según el testimonio de Elida Tuana (p. 457), el acoso hacia ciertas mujeres en los relatos de escenas cargadas de un erotismo brutal. Aunque no queda tan claro si Iris se sitúa dentro o fuera del conjunto de las mujeres susceptibles de ser explotadas, violadas, golpeadas o sometidas al proxenetismo: también según Tuana, Iris dice que los judíos “no la podían ver” (p. 457) ya que ella los denunciaba a la policía y que “la odiaban porque ella no se dejaba explotar” (p. 456). Iris resiste.
Ahora bien, si esto es posible, es porque algo en ella hace cierto recorte[9] previo de imágenes y textos –incluso novelas-, signos y objetos; por eso, no se delira con cualquier cosa.
Dos violencias se yuxtaponen en este momento: pero la violencia del grito ya no se reduce a la violencia doméstica. La violencia del grito prorrumpe en la vida social misma. Se trata de un punto no-narrativo, por eso, de momento que al escuchar esos gemidos piensa en una escena de horror (mujeres ultrajadas), Iris reintroduce la historia, la narración y, al darle el corpus del relato, es como si desapareciera el grito a secas[10], como si el delirio estuviera allí para exorcizar a esas voces femeninas, voces, gemidos o gritos que se sexualizan desde el costado más violento del erotismo.
No es mi propósito desarrollar aquí cómo todo ese erotismo que se despliega en torno a la voz, también lo hace en torno a la mirada. Basta con indicar que al recorrer los textos se puede encontrar que hay todo un “juego” de miradas que aparece renovado en cada uno de los escritos: verbigracia, el relato de la mirada “desafiante” del padre en el “último momento” (p. 66), la mirada y el “gesto de prepotencia y burla” de la madre a través del espejo (p. 337) en los escritos desde el Vilardebó. Pero si respecto al homicidio de Lumen los documentos dan cuenta de toda esa erótica del espionaje del perseguidor-celoso en la doble vertiente del escuchar a escondidas y del espiar tras los árboles a su esposa al suponerse engañado, ahora, por un lado, Iris nos informa de sus remordimientos por haber espiado a su padre –no así por haberlo matado- a instancias de su madre (p. 305) y, por otro, es ahora Iris misma quien será objeto de acoso de la mirada y de la voz de su madre.
Con el advenimiento del delirio persecutorio, se produce en Iris un reencadenamiento de imágenes (visuales y acústicas) y signos que no estaban asociados, o mejor, encadenados de antemano[11]: Raimunda y Hitler –cierto es que Lumen ya habría comparado a Raimunda con Mussolini (p. 63)-, o Raimunda y el viejo déspota de La pampa de granito de J. E. Rodó (p. 363) con su triple orden despótica: “¡muérdelo!”, “¡recógela!”, “¡llora!” (pp. 513-515). Pero ahora ya no se trata de metáforas, sino de mostraciones, y de la constitución de series en consecuencia. Cada serie remite por su cuenta a una manera de mirar o una manera de invocar. En el primer caso, podríamos llamar “serie del espionaje” a la que va de la vigilancia conyugal a la vigilancia médica. Es decir, de la vigilancia en la cual Iris se vuelve “instrumento” (p. 305) de la madre y, más que responder a un fantasma voyeurista que le sería propio, actúa como sierva del erotismo de la madre espiando a su padre, a la vigilancia médica[12] en la cual las personas supuestamente muertas que, en realidad, son raptadas por médicos, son liberadas de tanto en tanto para espiar a los vivos: así, su madre viene a ocupar ese lugar de “agente” de los médicos, tal como Iris ocupaba ese lugar respecto a su madre, Iris ocupa la posición que antes ocupaba el padre vigilado, y los médicos la de Raimunda. En el segundo caso, podríamos llamar “serie del grito” a la que va de las escenas domésticas de discusiones a voz en cuello a las escenas en las pensiones donde se escuchan los gritos de mujeres violentadas por proxenetas judíos.
Ahora bien, cuando Iris habla o escribe no produce neologismos ni comete fallas en su sintaxis. Si se la encierra no es por cómo escribe, sino por cómo habla: en “estado de excitación pasional” (p. 270), agitada, ¿sin parar? El exceso de continuidad importuna como un murmullo, sea en el escucha o en el lector, las costumbres de la comprensión regular: ¿por qué tanto detalle en apariencia sin importancia sobre ciertos episodios con un tero, la enfermedad de un canario o el hedor a naftalina? Ella escribe correctamente, pero sus textos dan cuenta de que ciertos signos o ciertos acontecimientos que hacen signo para ella aparecen fuera del sentido compartido, cobrando un giro enigmático y un estatuto de mensaje cifrado -el olor a naftalina se vuelve signo del envenenamiento que su madre quiere provocarle (pp. 329 ss.), la “mirada extraviada” (p. 336) del canario se vuelve signo de la exasperación por las maldades que le son perpetradas por Raimunda.
En efecto, la persecución es lectura de signos. Se sostiene en la constitución de una decodificación semiótica fuera del sentido común, alcanzando así un vacío creador de nuevos lenguajes[13]. Allí es donde Iris se mueve, en ese espacio de la persecución donde se efectúa la ruptura del código semiótico, donde los signos ya no son signos de lo que en el sistema de signos cotidiano significan, es decir, estos signos se montan de otra manera más allá de su significación corriente, o incluso otros signos son los que vienen a significar sentidos ordinarios. Ese espacio de “neocódigo”[14] semiótico es el espacio del extravío, de la sinrazón donde los signos más neutros pueden llegar a volverse signos de ataque, de engaño o de huida. Ese espacio es el que los testimonios con los que contamos hasta el día de hoy nos informan que habitaba su padre Lumen, celoso, para quien, como ya hemos visto, las cosas más pequeñas se volvían signo de engaño amoroso.
Pero si la historia de Iris y la de Lumen, su padre, se desarrollan en el campo de la persecución, el extravío sin embargo tiene en cada caso una forma y una función muy diferentes, y no se distribuye ni se compone de la misma manera. De entre las varias diferencias entre el extravío-Iris y el extravío-Lumen, sólo destacaremos una de ellas. Entre finales del siglo XIX y principios del XX, la psiquiatría estableció una distinción asaz interesante entre dos maneras de delirar los signos: los delirios de interpretación (paranoide) y los delirios de demanda (erotómana o celotípica). Se trata tanto de delirios de ideas que pasan por el sistema en extensión de las investiduras verbales (paranoico) como de delirios de actos animados por investiduras intensivas de objeto (pasional). En el delirio paranoico, un signo “remite a” o indica[15] otros signos que a su vez remiten a otros signos hasta el infinito, o mejor, hasta un conjunto supuestamente infinito de signos que remite a un significante mayor (para nuestro caso, “el plan de destrucción” que denuncia Iris y que abarca cada vez a más “conspiradores”: madre, médicos, judíos, católicos, todos). En el otro caso, un signo remite a un sujeto (supuesto infiel)[16]. Son dos regímenes de signos, de locuras de persecución por cierto diferentes.
Lacan había reunido en una sola estructura lo que Clérambault distinguía como delirios pasionales (erotómanos, querulantes y celosos patológicos) y de persecución de los interpretadores[17]. Ahora bien, que remitan a una misma estructura, no significa que sean iguales. Allí donde aparece una diferencia fundamental es en la forma en que funciona el régimen de signos, en que se hace su lectura, en una y otra figura de la persecución:
“El delirante interpretativo vive en estado de expectación y el delirante pasional en estado de esfuerzo: el interpretativo deambula en el misterio, inquieto, sorprendido y pasivo, elucubrando sobre todo lo que observa y buscando explicaciones que descubre poco a poco; el pasional avanza hacia un objetivo, sólo delira en el terreno de su deseo. El interpretativo tiene tiempo, el pasional tiene prisa […] En el pasional, el espacio delirante está restringido, enfocado en un sector, el ocupado por su objeto de amor u odio. Las concepciones del interpretativo, en cambio, irradian continuamente en todas las direcciones, utilizando todo evento y todo objeto: el sujeto vive en el centro de una red circular e infinita’. La geometría abierta del interpretador se asemeja a la inflorescencia del eneldo, la sectorizada del pasional a la hierbabuena […] Suprimamos del interpretador la concepción que nos parece más importante y habremos perforado la red, pero no habremos roto las cadenas; inmensa, la red perdurará y otras mallas se reconstruirán a sí mismas. En cambio, suprimamos en el delirio pasional su idea única, que yo denomino postulado, y todo el delirio se derrumbará.”[18]
Fig. 1. Régimen de signos de los delirios de interpretación (según Clérambault-Deleuze[19])
Fig. 2. Régimen de signos de los delirios pasionales (según Clérambault-Deleuze)
Quisiera señalar, por último, que al lado de los signos que adoptan una significación diferente a la habitual, se encuentran tanto en los escritos desde el hospital como en el testimonio de Elida Tuana ciertos acontecimientos –no todos, claro está- de los que ya no se habla sino literalmente. De una punta a la otra del delirio, se encuentra en los primeros tiempos, el envenenamiento: si, según fórmulas prefabricadas en el lenguaje, se podría decir que la madre los envenena, los amarga “durante las comidas o a la hora del mate” (p. 290) con su recurrente relato de las escenas terribles que vivía con Lumen, para Iris, sin ningún sentido metafórico, ahora se demuestran los efectos mismos de ese veneno con la muerte del canario, con el olor a naftalina que envenena el aire, el ambiente de su casa, o más adelante, pensará que la quieren envenenar con gas o al alimentarse. Ya en Raimunda se aprecia una basculación entre lo metafórico y lo literal: por un lado, decía que con los disgustos que Lumen le provocaba, a través de la sangre y de la “leche agitada” (p. 342) había envenenado a sus hijos que crecían en ese tenso ambiente familiar; por otro, afirmaba que su marido quería envenenarla con polvo para hormigas (p. 126). Pero Iris –quien no desconocía estas expresiones de su madre, sino que más bien ella misma las había pasado de la letra manuscrita de su madre a la máquina de escribir en la versión dactilografiada (pp. 97 ss.)-, Iris, una vez más, va más lejos: años después llegará a pensar que “todos la querían envenenar” (p. 455); por eso Tuana, al ofrecerle frutas, se cuidaba de que Iris misma las pelara, a fin de no levantar sospechas y quedar incluida en el lugar del perseguidor-envenenador.
En el estado final del delirio de persecución, se halla el secuestro: si, tras el homicidio, Raimunda seguía hablando como si Lumen no estuviera muerto, como si no hubiera pasado nada, Iris luego, muerta ya su madre, la verá por las calles del centro de Montevideo y la seguirá, ya que ella asevera que su madre no está muerta sino que los médicos la han raptado -como a otros- y la sueltan para vigilar a las personas. Y es curioso caer en la cuenta que aquí ya no es la madre quien maquina el plan de destrucción, sino que ésta pasa a ser una subalterna en la red de perseguidores. En fin, allí donde su madre citaba las palabras de Lumen: “Te quiero de tal modo, que querría que nadie supiera que existes; yo te encerraría en un estuche donde nadie pudiera verte jamás” (p. 126), al punto de querer poseerla hasta el “secuestro absoluto” (p. 121), allí encontramos la “muerte ficticia”, el “adormecimiento”, “la desaparición”: “los médicos sacan a las personas de circulación, dicen que se murieron, pero ellos las tienen” (p. 457)[20]. Se trata de toda una construcción de la muerte como “desaparición” que, por un lado implica, en efecto, una negación no sólo de la segunda muerte sino incluso de la primera -así como muerta su madre, la ve por la calle, de su padre habla no como muerto o asesinado, sino como su “desaparecido papá” (p. 353)[21]– y que, por otro lado, ¡oh casualidad!, esa particular erótica del duelo, coincide con la desaparición de personas bajo la dictadura cívico-militar uruguaya (1973-1985).
Vemos cómo en este tiempo, si bien las piezas se reacomodan y ensamblan de otra manera en el delirio de Iris, no hay erotismo que no pase por una lógica de la persecución: todas las cosas la reconducen hacia la relación imaginaria e intersubjetiva del perseguido y el perseguidor. La persecución se reorganiza, se relanza y, más aún, se redobla. Más que pasar a otra cosa, lo que se intensifica, pues, es el erotismo de la persecución. En el momento del delirio agudo se pueden encontrar los mismos elementos que en el del pasaje al acto homicida, reduplicados aunque dispuestos de una manera diferente, tras cierto cambio de registro, con arreglo a otras metas y de acuerdo a otras desmesuras de eros.
[1] Raquel Capurro y Diego Nin, Extraviada, Edelp, Bs. As., 1997. Utilizaremos esta segunda edición de Extraviada señalando únicamente las páginas en el cuerpo del texto.
[2] “El terreno del erotismo es esencialmente el terreno de la violencia, de la violación […] ¿Qué significa el erotismo de los cuerpos sino una violación del ser de los que toman parte en él? ¿Una violación que confina con la muerte? ¿Una violación que confina con el acto de matar? […] Lo que en parte desprovee de valor a esta comparación es la levedad de la destrucción de la que se trata. Apenas podríamos decir que si se echa en falta el elemento de violación, o incluso de violencia, que la constituye, es más difícil que la actividad erótica alcance su plenitud. No obstante, la destrucción real, el matar propiamente dicho, no introduciría una forma de erotismo más perfecto que la muy vaga equivalencia a la que me he referido.” Georges Bataille, El erotismo, Tusquets, Barcelona, 2000, pp. 21-23.
[3] Recordemos que la pulsión es pensada por Freud también en términos de “atracción”: a las pulsiones sexuales (Eros) corresponde la atracción, a las agresivas o destructivas, la repulsión; entre ellas mezclas o aleaciones.
[4] Cf. M. Real, Fuera de sí (en acto I de este cuaderno).
[5] Cuando no hace gritar de miedo a la inspectora de magisterio, antigua amiga suya a quien ahora comienza a acosar, al punto que termina denunciando a Iris a la policía (p. 432). Como es frecuente en quienes presentan delirios de persecución, Iris, perseguida, se vuelve perseguidora. O a su hermana Halima: “Halima me gritaba entre lágrimas que no fuera tan calumniadora, que mamá siempre lo mimaba al canario delante de ella” (p. 337). También su hermano Lumen “respondió gritando: Le dices a Iris […] que el canario es mío…” (p. 337).
[6] “El “callarse” no es el silencio: Sileo no es taceo dirá Plauto en alguna parte a los auditores, tal es la ambición de todos y cada uno de los que saben o quiere hacerse escuchar: Sileteque et tacete atque animum aduortite.‘Presten atención, hagan silencio y cállense’; son dos cosas diferentes. La presencia del silencio no implica en absoluto que no haya uno que hable. Y es justamente en ese caso que el silencio toma de forma eminente su cualidad. Y el hecho que ocurra que yo obtenga aquí algo que parezca un silencio, no excluye en absoluto que quizá ante ese mismo silencio, tal o cual se esfuerce en un rincón a poblarlo con reflexiones más o menos elevadas […] El silencio forma un lazo, un nudo cerrado entre algo que es una armonía y algo que es, digámoslo en voz baja, el Otro: ese nudo cerrado puede resonar cuando lo atraviesa -y hasta lo agujerea- el grito. En alguna parte en Freud, está la percepción del carácter primordial de ese agujero, de ese agujero del grito, cuando Freud mismo, en una carta a Fliess lo articula: es a nivel del grito que aparece el Nebenmensch, ese prójimo del que mostré que efectivamente así debe ser llamado, el más próximo, porque es justamente ese agujero, ese agujero infranqueable, marcado en el interior de nosotros mismos y al cual no podemos más que aproximarnos apenas”. Jacques Lacan, sesión del 17 de marzo de 1965. Disponible en http://www.ecole-lacanienne.net/stenos/seminaireXII/1965.03.17.pdf La traducción es nuestra.
[7] Con sede en Buenos Aires, efectivamente entre 1906 y 1930 funcionaba una organización judía de trata de blancas llamada Zwi Migdal. Cf. Albert Londres, El camino a Buenos Aires. La trata de blancas, Libros del Zorzal, Bs. As., 2008. Agradecemos a Carlos Etchegoyhen esta referencia. Cf. también Eduardo Parise, «La ‘polaquita’ que destruyó a la Zwi Migdal”, Clarín, 2 de octubre de 2010. Disponible en: http://edant.clarin.com/diario/2003/10/02/g-04240.htm Estando al corriente de las noticias a nivel nacional e internacional a través de la prensa escrita que tanto su familia como ella leían a diario (los últimos años Iris gastaba gran parte de su jubilación en comprar distintos diarios del mismo día), no es extraño suponer que ella tuviera noticas sobre dicha red mundial de proxenetismo.
[8] Recordemos que Lumen denunciaba que su casa se había vuelto una “casa pública” (p. 67).
[9] Cf. José Assandri, Entre Bataille y Lacan. Ensayo sobre el ojo, golosina caníbal, El cuenco de plata, Bs.As., 2007. En este interesante estudio, principalmente donde se analiza el montaje de textos e imágenes del libro de Bataille Las lágrimas de Eros (pp. 103-126), en particular, respecto a una fotografía del suplicio chino, se puede ver cómo entre el montaje y la narración, hay una afección, una forma singular de ser afectado que puede servirnos para pensar la cuestión de la narrativa delirante de Iris: “algunos pueden quedar atrapados en la horripilación de Dumas mientras otros la dejan caer en el vacío, para aquellos será absurdo el planteo de Bataille que une misticismo y erotismo, placer y atrocidad […] para otros resultará de mal gusto el manejo que hizo Lo Duca tanto con las imágenes como con el texto y se sentirán defraudados de aquellos que quedan sugestionados por ese montaje…” (p. 117), “A un supuesto observador le puede resultar absolutamente indiferente aquello en lo que alguien se siente conmovido, porque en cada caso se pone en juego un punctum que es absolutamente particular” (p. 118).
[10] Gilles Deleuze, Francis Bacon. La lógica de la sensación, Revista “Sé cauto”, Colombia, 2002, p. 24.
[11] Cf. el análisis que hace Deleuze sobre lo que en la teoría de la probabilidad se conoce como la “cadena de Markov” en el curso del 11/12/1984.
Disponible en: http://www2.univ-paris8.fr/deleuze/article.php3?id_article=283 A diferencia de la serie aleatoria de la lotería donde cada tirada es independiente de las otras, aquí la probabilidad de que ocurra un acontecimiento depende del acontecimiento inmediatamente anterior (semialeatoriedad). Deleuze toma esa formulación matemática para estudiar los reencadenamientos de elementos que no están previamente encadenados (ciertas imágenes en un film, por ejemplo).
[12] No podemos dejar de señalar que el delirio de Iris se entrama en tiempos de la Guerra Fría: Iris-agente de Raimunda.
[13] ¿Acaso hay creación de lenguaje que no pase por la persecución? Si pensamos en la jerga de los grupos esotéricos, de los grupos secretos, de los lenguajes encriptados, es la persecución la que permite otro tratamiento de los signos. A nivel semiótico, y para expresarme de forma hiperbólica, nada se hace si no es por la persecución: por la persecución a muerte se inventa de todo: cómo engañar al perseguidor, cómo capturar al perseguido. No es casual que Dalí haya nominado a su forma de creación artística “método paranoico-crítico”.
[14] “Las alucinaciones informan al sujeto sobre las formas y los empleos que constituyen el neocódigo: el sujeto les debe, por ejemplo, en primer lugar, la denominación de Grundsprache para designarlo”. Jacques Lacan, “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”, En: Escritos II, siglo XXI, México, 1976, p. 223.
[15] Para un examen de la cuestión de los “indicios” de la responsabilidad de la madre en la muerte del tero, cf. Capurro y Nin, op. cit., pp. 329 ss.
[16] “Este segundo tipo de delirio forma una sucesión de procesos lineales finitos, mientras que el primer tipo forma conjuntos circulares irradiantes”. G. Deleuze, Presencia y función de la locura – La Araña, 1976. Disponible en: http://www.herramienta.com.ar/cuerpos-y-sexualidades/presencia-y-funcion-de-la-locura-la-arana
[17] En Estructuras de las psicosis paranoicas (1931), disponible en: http://217.126.81.33/psico/sesion/ficheros_publico/ficheros.php?opcion=textos
[18] Jorge Baños Orellana, La novela de Lacan. De neuropsiquiatra a psicoanalista, El cuenco de plata, Bs. As., 2013, p. 268.
[19] Los gráficos de las figuras están tomados de G. Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 2002, p. 139.
[20] Las cuatro veces que Tuana habla de la persecución de la madre muerta por las calles, es a través del significante de la desaparición: “la mamá había desaparecido y no muerto” (p. 458).
[21] Más adelante se vuelve a referir a la “desaparición de papá” (p. 372).