Gustavo Castellano
A la manera de un puzle numérico al que se le han borrado algunos dígitos, al que desde siempre le faltan algunas piezas. Puzle de lados desparejos, que no encajan, con imágenes contiguas, con espacios en blanco, con escenas que se repiten como en un loop. Así pretendo se lea este trabajo y que estos fragmentos, con subtítulos que siguen lógicas diferentes, puedan ser ordenados de muchas maneras, puedan ser mirados como fotos que se esparcen sobre una mesa, sabiendo incluso, que entre ellas pueden andar mezcladas algunas de otros álbumes. Así pretendo se lea este modelo para desarmar.
Ciudad Vieja
Yo no conocía a Virginia Patrone. La vi por primera vez a finales del verano de 2013. Antes había oído hablar de su obra. De su “cuelgue” con Extraviada.
Virginia Patrone, una mujer de pelo largo y suelto, que saltaba de un camión en el momento que me acerqué a saludar, nos mostró sus cuadros y sus dibujos. Contó unas cuantas cosas, repartió o entreveró un poco más las barajas, dejando en claro que no se pueden dar explicaciones precisas cuando se trata de la creación.
Una palabra, entre las que ella dijo, quedó resonando en mí por una pura coincidencia. Virginia Patrone habló del diseño del vestuario de Extraviada, la pieza con dramaturgia y dirección de Mariana Percovich. Dijo que vistió a Iris como un guerrero. Creo recordar esa palabra. Quiero que sea esa la palabra que dijo: guerrero, así, terminada en “o”. Iris Cabezudo, un guerrero.
Virginia Patrone habló de un vestido azul, no recuerdo si el azul tenía alguna simbología o esa fue otra conversación a propósito del kabuki. Habló de un hacha de doble filo en el frente y de un pájaro. Como se apreciará, me quedan algunos fragmentos de aquella charla y unas pocas palabras débilmente hilvanadas: un guerrero.
Diciembre del ‘35
La tardecita del 12 de diciembre, la seccional 13 del barrio La Blanqueada fue alertada de que un “hecho de sangre” había ocurrido en la finca de la calle Larrañaga 2867, hogar de la familia Cabezudo-Spósito. Allí se apersonaron el comisario y un suboficial. Al llegar encontraron “sobre los escalones que llevan al portón que sale a la calle, el cuerpo sin vida de un hombre. A pocos pasos […] se hallaba una señorita, quien pronto se acercó al comisario y le dijo: “He sido yo que lo herí”. Esas son las palabras que se transcriben: “he sido yo que lo herí”.
De forma provisoria, digamos que Iris Cabezudo, aquella tardecita de diciembre, le disparó cuatro balazos a su padre devenido fiera que una y otra vez grita “los voy a matar”. Para Iris era imperioso defenderse.
Luego nos enteraremos que no estaban solamente Lumen e Iris Cabezudo en el patio: también estuvieron sus hermanos y Raimunda, la madre de Iris. Lumen, la fiera, habría salido y entrado varias veces profiriendo gritos hacia el grupo que formaban su mujer y sus hijos. En un encadenamiento de tres tiempos, Iris estuvo lista: tomó el revólver, Automatic, calibre 38, dice el expediente judicial, y lo llevó a su cuarto; volvió al patio para escuchar una vez más los gritos de Lumen; entró nuevamente, tomó el arma y salió de la casa. Se ha dicho que estaba por fuera de la escena, que solamente era espectadora. Quizá no sea posible establecer cuántas ni qué escenas se montaban a una misma vez, lo cierto es que Iris no solamente mira, también actúa: la expectación es sólo un momento.
“Te voy a reventar […] voy a armar un escándalo que va a salir en los diarios”, gritó por última vez Lumen Cabezudo, devenido fiera, al tiempo que agitaba sus brazos. Como si la amenaza del prometido pasaje hacia otro territorio hubiera terminado de decidir a Iris, medio tapada por las plantas del jardín que impedían verla claramente, hizo fuego en una secuencia que seguramente duró apenas unos pocos segundos.
Pero hagamos el esfuerzo de imaginarla como una escena filmada por los hermanos Wachowski: Iris levantó su brazo armado y disparó un primer tiro –la bala viaja y mientras viaja, Lumen la mira a los ojos, incrédulo, mezcla de sorpresa y espanto. Hay un momento de detención, de miradas congeladas y luego una sucesión a toda velocidad de dos tiros más. Un brevísimo momento de espera y un último fogonazo hacia la fiera. Nueva pausa: silencio mientras Lumen se derrumba sobre los escalones. La madre pregunta: “¿Estás herida?”. “No, fui yo”, responderá Iris. Un disparo final dirigido a la tierra. El tambor ha sido vaciado.
Así se puede reconstruir lo sucedido desde las declaraciones y el relato de Iris, desde las crónicas de la prensa, desde los efectos que produce en cada lector, en este lector, como un coro que relata aconteceres dramáticos de un héroe legendario.
Estado de sitio
La comprensión del espacio de batalla es el conocimiento del área operacional, los factores y condiciones, el estado de las fuerzas enemigas y de los aliados, los neutrales y los no combatientes. Hay que determinar el momento exacto de actuar: para ello serán vitales los informes de inteligencia, para reducir la incertidumbre en relación al enemigo: léase, para tener una certeza. Hay que tener en cuenta una serie de factores para aplicar con éxito el poder de combate, proteger la fuerza propia y llevar a cabo la misión con las menores pérdidas posibles.
Iris actuará, según su propio decir, “en el ÚLTIMO momento” (ÚLTIMO debe escribirse y lo escribe con unas mayúsculas que resplandecen como fuego). Entendamos bien, ya no había margen de acción posible, algo se había impuesto como certeza –como si fuera el inapelable informe de la inteligencia militar: “Es como si yo recibiera las ondas que emiten las personas. Siempre me pasa y no me equivoco […] Yo sentí eso”. Iris tuvo la convicción de que ESO iba a ocurrir. Otros indicios la empujaron en la misma dirección: Lumen quería anular completamente a la madre de Iris, no le importaba que faltara, ni el desbarranque que esto significaría para los hijos. En los tiempos previos al homicidio, cada vez que la prensa habló de maridos que habían matado a sus esposas –varios hechos de este tenor ocurrieron en esos días–, Lumen se apresuraba a afirmar: “Tenía toda la razón para hacerlo. Estoy con él, estoy de su lado”. Con toda esta configuración del terreno de batalla, ya no quedaron dudas, no quedó el menor margen para refrenar la acción. Había que pasar a otra fase de la lucha, había que librar la batalla final: “o venzo o muero”.
Toda la situación vivida la empujará a actuar, la convertirá en brazo armado, en el último reducto de la defensa, lo que no impide afirmar que Iris –a su manera decidió–, eligió una forma para terminar con todo ESO: aplicó una estrategia.
La fiera
El movimiento no permite fijar la mirada, es tan rápido el aleteo que ya no se pueden distinguir los colores ni los dibujos de las alas de la mariposa: «Bate las alas, vuela. Bate las alas, se desvanece. Bate las alas, vuelve a aparecer. Se posa. Y ya no está. En un batir de alas se ha desvanecido en el espacio blanco”.
¿Se podría acaso hacer una pintura de la fiera? ¿Qué tan cerca estaría de ella? Una cosa es un animal agazapado, presto a saltar sobre su víctima, otra la misma fiera (la misma no, ya otra) en movimiento. La fiera agazapada está inmóvil. ¿Está inmóvil? Claro que no: sólo está confundida con el paisaje (que también se mueve). Si se mira atentamente se podrán ver –casi imperceptibles– las aletas de su nariz olfateando la presa. Y la mirada. La mirada no está quieta, aunque impresione como congelada: pero no está quieta: sólo está calibrando la distancia, la distancia óptima para explotar en acción y que cada movimiento de cada músculo conduzca al objetivo final.
La presa nunca mira de frente. Se guía por su olfato para mantenerse a distancia y poder utilizar todos sus recursos para defenderse. Si la presa pudiera mirar directamente a los ojos a la fiera: ¿qué vería, se vería en ese destello? ¿Acaso –en una brevísima iluminación– entendería todo de un solo golpe? ¿De un solo golpe de mirada?
A Lumen Cabezudo, devenido fiera, dijeron que daba miedo mirarlo a la cara, es decir: daba miedo mirar su mirada, mirarse en esa mirada. Se sabía al mirar esa mirada, al hacerse mirar por esa mirada que nada bueno podía salir de allí: “Tenía siempre los ojos inyectados en sangre”, escribió Iris.
Llama mi atención esa frase. Por supuesto que la llama por todo lo dicho anteriormente con relación a la mirada. Pero me detengo particularmente en los adverbios que Iris utiliza en sus escritos para referirse a la situación que vivían antes del homicidio, a los adverbios utilizados para hablar del estado de sitio. Recorto tres “nunca”, un “nadie” y dos “nada” que aparecen en sus escritos, junto con el “siempre” de la mirada, que en mi lectura constituyen algo de un estilo.
“Nosotros los hijos nunca representamos nada, ni en el afecto ni en la vida de mi padre”, a pesar de eso, no vacila en afirmar que nunca lo odió (subrayada la palabra “nunca”). Esa misma fiera que al salir del juzgado, luego de casarse, le habría dicho a Raimunda –su flamante esposa–: “Ahora sí, ahora está hecho, ya nadie lo va a deshacer nunca” (cursivas, subrayada y destacada la palabra “nunca”), lo que en el contexto funciona como un deíctico. Convengamos que de acuerdo al tono de tal afirmación puede ir en la dirección de lo que leyó Iris, pero también podría ser una definitiva declaración de amor.
Y por último que “no se podía hacer nada porque estaba loco”.
Adverbios totalizadores: siempre, nunca, todo, nada. Tan totalizadores que no dejan ninguna hendija por donde escapar, por donde encontrar una vía de fuga a tanta totalidad. Totalidad que tantos y tanto intentan denodadamente sostener: pero no hay historia toda, ni imagen toda, ni relato todo que pueda dar cuenta del real. La relación con la verdad es lacunar, fragmentaria, son retazos de verdad, aleteos efímeros de una verdad efímera. También esto que escribo, son retazos, posibles extravíos que el tiempo robará sin retorno.
Cantar de gesta
Un guerrero, dijo Virginia Patrone, un guerrero con un hacha de doble filo al frente, un guerrero ataviado con un vestido azul. Un guerrero: una épica.
Iris escribe sus alegatos en dos momentos puntuales de su vida, cuando está en prisión y cuando es internada en el manicomio después de eso, hasta donde sabemos, no más. Son alegatos: escritos construidos para defenderse, para fundamentar las razones que la llevan a sostener las posiciones que sostiene y para impugnar las de sus perseguidores. En el relato, en la construcción de su narrativa, Iris también despliega sus estrategias de guerrero y se ubica a sí misma como un héroe: escribe una épica. Es un guerrero heroico que ha debido pasar tan arduas pruebas y que sin embargo fue capaz de conservar “el equilibrio psíquico, y la ecuanimidad y la bondad”. Dirá: “Yo sobrellevé pruebas que a otros los hubieran destrozado”. Una verdadera sobreviviente.
Iris construye una suerte de cantar de gesta, situando al modo de los cantares castellanos, los acontecimientos históricos ocurridos y los avatares de su vida. Ella también ha sido desposeída de su honra (será tildada de “loca”, tendrá un “antecedente”), será despojada de sus posesiones (perderá el acceso a la casa donde nació, le será impedido volver a la enseñanza) y cercenarán sus lazos familiares. E irá pasando de una primera versión –coincidente con la de Raimunda– en donde el gran culpable es el padre, a confrontar con su madre y luego hacia un territorio más amplio donde está implicada la familia, es decir la casa, para finalmente quedar inmersa en una conspiración de dimensiones globales en la que intervienen la Iglesia, los médicos, los judíos, las potencias que confrontan en la Guerra Fría. La red de perseguidores se agranda y el lazo social se le hace añicos por varias puntas de la trama. Los estragos producen extravío.
Territorios
Luis Alberto de Herrera 2867. Alguna vez me contaron que el director de un colegio de la zona, cuando conoció la historia de los Cabezudo-Spósito, quiso comprar la propiedad para hacer “algo distinto”, para “limpiar” de alguna forma ese lugar marcado por el sufrimiento. El destino fue otro: de lo que fue la casa, sólo queda la reja.
En la página 483 de la primera edición de Extraviada aparecen tres fotos de Hernán Fonseca que desde la primera ocasión en que las vi vuelven una y otra vez a conmoverme. Cada una de ellas se corresponde con un texto: 1) Estado actual de la casa; 2) Los restos del piano de Halima; 3) Entre los restos, libros y material de trabajo químico.
Lo que conmueve e impacta es el abandono: restos de objetos indescifrables esparcidos por el piso, papeles que vuelan, trozos de madera, escombros, ramas secas, un ejemplar ardido de Gertrudis, la novela de Herman Hesse que narra la historia de un músico lisiado que no puede conquistar a su amada; es formidable que esa novela se encuentre junto a los restos de un piano. Permítaseme la paráfrasis: ¡Miré los muros de la casa mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados!
Hay un grupo de palabras que vienen enlazadas desde el latín: dominus, domina, domus, dominio, doña, dama, condominio. Todas esas palabras tienen una raíz común: dominium y dominus que refiere al señor de una casa: propiedad, derecho de propiedad, pero también banquete, festín, soberanía y hay algo más, más curioso aún; la etimología nos remonta al bajo latín dominarium y en el antiguo francés a la palabra dangier (dominación) y de allí a danger, “peligro”. Dominar, ser dominado, hacerse dominar es siempre poner y ponerse en peligro, es siempre estar en riesgo.
Una posible lectura de Extraviada es verla como una lucha territorial, como una guerra en la que están en disputa algunos territorios que van cambiando de manos: hay zonas que se pueden utilizar como protección, como el cuartito del fondo, donde se guarecían a esperar que pasara la furia del padre, mientras martillaba el piano de Halima), o zonas de pasaje, a modo de salvoconductos como la puertita que daba a la calle Catalá y que permitía un pequeño respiro para los más chicos: andar libremente en bicicleta por una calle desierta una noche de carnaval. Y finalmente hay posiciones estratégicas que si se pierden, mucho se habrá perdido.
El territorio envuelve siempre, al mismo tiempo, una dimensión simbólica, por tanto una forma de apropiación, y una dimensión más concreta, de carácter político disciplinar: una apropiación y ordenación del espacio como forma de dominio y disciplinamiento de los individuos.
Estas luchas de poder estarán implicadas en prácticas espaciales y temporales, serán materiales y simbólicas porque el territorio incluye pensamientos, vivencias, deseos –que no siempre apuntan a los mismos horizontes, decires, intuiciones, interpretaciones –que no siempre parten de las mismas percepciones. El poder es un conjunto de acciones sobre otras acciones.
Cada uno de los integrantes de la familia puede acometer una acción, producir un movimiento que provocará reacciones e interpretaciones de cualquiera de los otros miembros. De cualquiera de ellos y desde cualquier parte puede surgir un movimiento y a la vez, cualquier movimiento puede ocupar el lugar de una respuesta o de una interpretación. Quiero decir: a la hora de “explicar” el caso, se intentará congelar a cada uno de los personajes en un papel, en una distribución fija de los cuerpos, los espacios, los gestos, los discursos. Un solo y único papel al que le corresponderá un epíteto: Lumen el loco celotípico, Raimunda la educadora masoquista, Iris la paranoica interpretadora. Pero seguramente la trama armada era más compleja. Como en un sofisticado y cambiante engranaje donde cualquier provocación podía despertar un arrebato de celos que podía promover interpretaciones que provocaban provocaciones que despertaban celos… la máquina gira loca y no se detiene.
Quiero decir que en todos los discursos que conocemos y como tramados en una inquietante y extraña música, cada quien acentuará distintas notas, texturas y matices, las más de las veces, ruidos ambiguos, sugerentes, turbadores, incomprensibles.
Los movimientos de Lumen –prohíbe a su mujer salir de la casa, recibir a los proveedores, incluso amenaza comprar unas hectáreas de campo y llevarse a la familia lejos de la ciudad– serán leídos y hechos leer como un “estrechamiento del cerco” en torno a Raimunda, quien cada vez habría estado más y más enclaustrada, separada de toda relación social. “Aherrojada” es la antigua palabra utilizada por Iris. La madre, y junto con ella los hijos, metidos en un brete –ese lugar donde quedan expuestos a que se disponga de sus cuerpos a la voluntad y goce del carcelero– no olvidemos la ostentosa voluptuosidad de Lumen, o que Iris ha visto a su padre abrazar a la pequeña Halima en el baño y que ella misma tiene que andar escondiendo su cuerpo de esa mirada cargada de intenciones. Y ha llegado al colmo de amenazar con llevar la cama matrimonial al comedor y ofrecer a todas las miradas lo que allí se hace: la casa convertida en casa pública y una orden que contraviene todos los principios naturistas que se impartían en esa casa: ¡coman carne!
Todo el tiempo está la mirada omnipresente, un padre cuya mirada alberga oscuros propósitos, la mirada persistente de la madre. Iris siempre vigilando los movimientos del padre. Insistencia ubicua del iris.
La casa, metáfora rotunda del territorio, quedará pegada a otro significante: familia. En los discursos, pero sobre todo en el de Raimunda, aparece indistintamente “atacar a la casa”, “ir contra la casa”, “destruir a la casa”, así como “atacar a la familia”, “ir contra la familia” y “destruir a la familia”. Donde incluso “casa” a veces resuena como si se tratara de un nombre, de un nombre nobiliario, portador de blasones que recusa la imputación de “mala raza, raza de traidores”. Familia, herencia, servidumbre, prolongación en el tiempo, antepasados y descendientes, alabanzas y maldiciones, como quien dice “la casa Lannister” o “la casa Stark”.
La lucha por la casa, la lucha por la familia, la lucha por el territorio, es también una lucha por la supervivencia. Iris lo dice así: “esta vida es una lucha brutal y horrible, o venzo o muero”. ¿Quién tendrá el dominium final de la casa? Respuesta: aquel que sobreviva a los otros.
Otras preguntas
“Yo disparé contra él”, dijo Iris en su primera declaración y en los primeros testimonios. Luego, nunca más: hablará del “antecedente”, “del hecho aquel”, “del caso de papá”… nunca más será nombrado el homicidio como tal. No hay culpa, se ha dicho. Iris no es una heroína al estilo de Orestes perseguido por las Erinias.
Se podría formular otra pregunta, creo yo pertinente: ¿Hubo muerto? ¿Podemos afirmar tajantemente que Iris alguna vez mató a su padre? En el memorándum dirigido al doctor Payssé, escribirá: “Yo le tiré. Me dijeron que murió […] sin embargo aún no me di cuenta exactamente de que murió”.
¿Alguna vez se dará cuenta? Se me dirá que “sobre los escalones estaba el cuerpo sin vida de un hombre”. Sí claro, pero si el acto fuera resolutivo ¿por qué sobrevendría el deliro 22 años después? ¿22 años de desavenido matrimonio con la madre, después? Eso que pasa en la casa, que siempre es igual y siempre cambia de forma, el hecho de que Raimunda diga “Iris no lo mató”, que la escena siga montada y que la madre siga odiando al padre “como si estuviera vivo”, ¿no da cuenta de que no hubo registro de esa muerte?, ¿que hubo un desconocimiento de la muerte? Corolario: una muerte es algo que debe ser declarado entre varios, no basta la palabra de uno, la muerte es un asunto colectivo.
1984
Ahora es de noche. Ya pasaron las 18:45 de cualquier día. Supongamos que es invierno, supongamos que hace frío. Supongamos la noche. Iris carga sus diarios, se va a dormir. Terminó otro día de rodar por las calles, de encontrarse cada vez y todas las veces con su mirada, la mirada insaciable de la madre en las vidrieras de las tiendas montevideanas. Supongamos que tiene sueño, que está terriblemente cansada de tanta guerra, de tanto defenderse, de haber pasado una vida defendiéndose. Otros escalones, los que conducen a la Biblioteca Nacional. Iris trepa cada escalón cansada de tanta carga. ¿Los perros del pensamiento le dan una tregua y se duerme? ¿O no duerme, nunca puede dormir?
Montevideo, junio de 2014