Marcelo Real
India Song[1]
Estamos en la Embajada de Francia en Calcuta, en la recepción, en el baile. Todo transcurre con una lentitud agobiante. De repente, la cólera súbita, el frenesí, el desenfreno. Las vociferaciones del vicecónsul. “Para que algo suceda entre usted y yo. Un incidente público. No se me ocurre más que gritar. Y que sepan al menos que se puede gritar un amor” –le había anunciado.
El vicecónsul quiere quedarse con ella, y con ellos, sus amantes, esta noche. “Eso no puede ser –dice Peter Morgan. Perdónenos. El personaje que es usted sólo nos interesa cuando está ausente.” El vicecónsul en Lahore[2] ha hecho lo peor, disparar por la noche en los jardines de Shalimar donde se refugian los perros y los leprosos. Dispara a la multitud, y a su doble en el espejo de su residencia. Desde su balcón, grita unas palabras incongruentes, sin ilación, o nada.
India Song lleva por indicación “Texto/teatro/film”. Podemos leer India Song, tanto como verla y escucharla en el cine o el teatro, pero nunca será la misma obra, ya que los materiales con que se trabaje serán diferentes, también la puesta en escena y, por tanto, sus efectos de lectura[3].
Los personajes involucrados en esta historia han sido extraídos del libro titulado El vicecónsul[4] y situados en nuevas zonas narrativas. No es posible entonces remitirlos nuevamente al libro ni leer India Song como una adaptación cinematográfica o teatral de El vicecónsul. Si bien un episodio de dicho libro es retomado casi en su totalidad, su inserción en el nuevo relato modifica su lectura y su visión.” [5]
¿Cómo? A través de un contrapunto entre las imágenes-visiones y las imágenes-sonido[6] que nos remite a la teoría del “montaje de atracciones” del director de cine y teatro Serguéi Eisenstein.
La “atracción-agitación”, que se contrapone a lo “narrativo-figurativo”, es
todo momento agresivo del espectáculo, es decir, todo momento que someta al espectador a una acción sensorial o psicológica, experimentalmente verificada y matemáticamente calculada para obtener determinadas conmociones emotivas en el observador, conmociones que, a su vez, le conducen, todas juntas, a la conclusión ideológica final[7] [es decir, que tienen algún efecto de sentido].
Eisenstein define el montaje como sucesión de dos imágenes de las cuales surge, por asociación de ambas en la imaginación del espectador, una tercera imagen que no es la mera suma de las primeras. Pero la sucesión no tiene por qué ser causal. Incluso propone la ruptura de la continuidad narrativa tradicional, y que sea el público mismo quien le ponga un orden a las imágenes:
en lugar de ofrecer una “reproducción” estática del acontecimiento dado exigido por el tema, y la posibilidad de su solución solamente a través de la acción lógicamente vinculada a aquel acontecimiento, se propone un nuevo procedimiento: el libre montaje de acciones (atracciones) arbitrariamente elegidas, independientes (incluso fuera de la composición dada y de la vinculación narrativa de los personajes), pero con una orientación precisa hacia un determinado efecto temático final […] Es un camino que libera completamente al teatro del yugo de la ‘figuración ilusoria’, de la “representatividad” […], para pasar al montaje de “cosas reales”, admitiendo al mismo tiempo la inserción en el montaje de “fragmentos figurativos” completos [incluso de] una trama narrativa [más o menos] coherente, pero ya no como algo suficiente y determinante, sino como atracción dictada por una pura fuerza de acción […] [8].
Es insólito que en India Song ninguna conversación tenga lugar en la escena, ni sea vista. Los actores permanecen con su boca cerrada mientras escuchamos ciertas conversaciones o sus lecturas[9]. Duras es una escritora que no se considera a sí misma como cineasta, sino que continúa su trabajo de escritura a través del soporte del film. Por tanto, sus películas no son sólo para ver, sino también para leer. De allí la importancia de la voz y la puesta en cuestión de lo visible por el texto: las voces comentan lo que pasa o se refieren a otra historia que la que se muestra en la pantalla, no se sabe bien; las voces no están sincronizadas con la imagen, vienen de otra parte, van a otro ritmo, a otro tiempo, se adelantan o llegan tarde a lo que se ve, mientras que otras voces se mezclan interrogándose sobre los acontecimientos que nos son dados a ver, se yuxtaponen (como cuando echan al vicecónsul, pero los gritos se siguen escuchando con la misma intensidad a pesar de que unas voces dicen que se aleja) o incluso los contradicen.
Para mí el cine es eso. Mostrás un rostro bien rosa, bello, los ojos claros, claros, claros, casi blancos, nacarados, ¿viste? y decís que ella mira un color violeta. Y entonces la palabra ‘violeta’ lo invade todo. Y es el color del plano. El color del plano, es el color de las palabras. [10]
El enunciado crea así el acontecimiento[11]. Duras busca crear una “imagen passe-partout”[12] indefinidamente superponible a una serie de textos. El texto encuentra su autonomía en la voz, y la voz se libera de la tiranía de lo visible en un contrapunto de imágenes-visiones e imágenes-sonido[13]. Del mismo modo, la música
llega cualquiera sea el acontecimiento que esté en curso. Cuando todo el mundo está abominablemente triste, a causa de los gritos, de los aullidos del Vicecónsul en las calles de Calcuta, llega la rumba, porque es el momento, es su hora, de la rumba, ella viene. Y luego, se grita sobre la rumba.[14]
Pero esto no es un homenaje[15] a Duras. Si hacemos uso de su arte es porque nos permite entrar en clima, si se quiere; pero fundamentalmente es para situar una serie de problemas que de otra forma no se me ocurre cómo hacerlo. Por cierto no tendrán que ver con la psicología ni el psicoanálisis de esta autora. Hagamos caso a la advertencia que Lacan realiza en el texto sobre la novela de Duras El arrebato de Lol V. Stein cuando denuncia la grosería, la pedantería, de cierto psicoanálisis que cae en algo necio al
atribuir, por ejemplo, la técnica declarada de un autor a alguna neurosis: patanería, y demostrarlo como la adopción explícita de los mecanismos que constituyen su edificio inconsciente: necedad [o al] recordar con Freud que en su materia, el artista siempre lo precede, y que, así pues, no tiene por qué hacer de psicólogo allí donde el artista le facilita el camino.[16]
De igual modo, no es mi propósito ensayar la psicología ni el psicoanálisis del personaje del vicecónsul, lo que nos prepararía para hacerlo luego con Lumen, pues es sobre la locura de Lumen Cabezudo que aquí quiero hablar. Tanto Lacan como Duras[17] nos advierten de no caer en ese delirio. “¿Por qué remontarnos a la infancia para explicar su conducta en Lahore? ¿No habría que buscar también en Lahore?” -escribe la tía del vicecónsul al embajador de Francia en Calcuta[18].
Tampoco se tratará de hacer un paralelo entre los contenidos de las historias de India Song y los de Extraviada, a saber: la profesión de maestra (tanto de la madre de Duras en Indochina, como de Iris en Montevideo); el tema del judaísmo (el vicecónsul está basado en la persona de un amigo judío de Duras e incluso India Song se filmó en el antiguo palacio de una familia judía[19], mientras que uno de los contenidos del delirio de Iris consistía en el sojuzgamiento de las mujeres por parte de los judíos); la referencia a la India (sea la embajada de Francia en Calcuta o el hinduismo de Lumen); la historia de amor de los años 30 “inmovilizada en la culminación de la pasión” (entre el vicecónsul y Anne-Marie Stretter, o entre Lumen y Raimunda); los asesinatos (de los leprosos en un caso, de Lumen en el otro); las relaciones de poder (diplomáticas en la película, domésticas en el texto); el contexto de América Latina (entre la música de India Song equivalente a la que se pasaba en los bailes argentinos en los años cuarenta, según cuenta Carlos d’Alessio, creador de la banda de sonido de ese film, y la del Uruguay de aquella época).
Quisiera, por el contrario, detenerme en un punto que denominaré “punto trágico” y que entiendo se puede encontrar tanto en India Song como en Extraviada, ya que es irreductible a las diversas formas narrativas que ambas suponen.
Creo que lo que puede llamarse trágico en este caso no es el contenido de la historia que se relata ni el género con el cual se relaciona dentro de la calificación habitual, sino todo lo contrario: es aquello a partir de lo cual se cuenta esa historia lo que puede llamarse trágico, es decir, poner en una presencia correlativa tanto la destrucción de esa historia por la muerte y el olvido como ese mismo amor que, aun destruida, ella sigue prodigando. Como si la simple memoria de esa historia fuera aquel amor que mana de un cuerpo exangüe, acribillado de agujeros. El terreno de esa historia es esta contradicción, este desgarramiento. La puesta en escena de esa historia, la única posible, es el vaivén incesante de nuestra desesperación entre ese amor y su cuerpo: lo que impide incluso toda narración. [20]
Propongo, entonces, retomar Extraviada en términos perceptivo-pulsionales. Recordemos que la pulsión es pensada por Freud también en términos de “atracción”: a las pulsiones sexuales (eros) corresponde la atracción, a las agresivas o destructivas, la repulsión; entre ellas mezclas o aleaciones[21]. Lacan, por su parte, describía la “pulsión” en términos de un montaje entre la fuente, el impulso, el objeto y el fin, montaje que, a la manera del collage surrealista, no tiene ni pies ni cabeza[22].
Ahora, Lacan recurre a las expresiones artísticas que tiene a la mano. Pasado el surrealismo, hemos de plantear esta cuestión a la luz de otros tipos de montajes. Es la apuesta de este artículo. A la vez, Lacan sólo señala allí el montaje de imágenes, es decir, un tipo de montaje visual tal como se produce en la plástica (el collage). Mientras que tanto en Eisenstein como en cineastas como M. Duras, el montaje cinematográfico plantea nuevos problemas[23].
Esta vez, recurriremos pues no tanto a ese tipo de montaje de las artes plásticas, sino al tipo de montaje audiovisual descrito más arriba para detenernos en dos puntos singulares: la mirada y el grito.
El antecedente, la mácula[24]
Que siendo como las diez y siete horas, su esposo la llama para decirle que en adelante no va a permitir a nadie que salga de la casa, es decir, de la finca interior, pues tienen que considerar el jardín como si fuera la calle, pretendiendo obligar a la declarante que acepte tal determinación con una contestación afirmativa. Que trata de eludir la cuestión, hablándole cariñosamente y haciéndole ver cómo están todos y especialmente sus hijos. Pero Él cada vez se excita más, gritándole que si no le dice que sí, que la mata. Que entra y sale de su pieza de trabajo como si fuera una fiera enjaulada. Y siendo como las diez y ocho horas y media, llega su hija y al verla el padre, la mira desafiante y cuando pasa la chica, el padre dirigiéndose a la menor vuelve a decirle “qué lindo volar la casa con una bomba de dinamita”. Que su esposo sale corriendo para el cuarto de baño, y como está ocupado, toma un servicio y va a hacer sus necesidades en el fondo del terreno. Que vuelve a una pequeña habitación, de trabajo, ubicada a la entrada de la casa, debajo de la escalera, donde se encuentra el deponente, y ya en un estado de excitación extrema y dando gritos desaforados, quiere obligar a la declarante a que diga que sí, que no va a salir de la casa, pues la casa ya está abierta como una casa pública. Que a los gritos corren todos los hijos que aterrados presencian la escena, tratando por todos los medios de apaciguar al esposo, a quien concreta toda su atención, tanto es así, que ya ni distingue a sus hijos. Que le llama la atención sobre la forma en que se encuentran los chicos y Él siempre furioso le contesta mirándolos: “son unos degenerados”. Que como loco sigue gesticulando y gritando diciendo que va a salir y que vuelve para matarlos a todos. Que se saca el saco blanco que viste y colocándose el de salir, trata de dirigirse a la calle, siguiéndole la declarante sus pasos y hasta pretendiendo acompañarlo. Que entra y sale como un loco y en una de esas idas y venidas, ve que levanta los brazos al mismo tiempo que se producen unas detonaciones y unos fogonazos. Que la declarante al verlo caer, cree que se ha suicidado, y cuando se da cuenta que su hija Iris tiene un revólver en sus manos, no cree que ella sea la autora del hecho, sino que habrá corrido a desarmar a su padre. La declarante está tan absorbida en la escena que se desarrolla ante ella y su esposo que ni siquiera ve la actitud de su hija Iris, ni le pasa por su mente la menor idea de que ella ha disparado contra su padre. Que hasta mucho tiempo después del hecho recién saca en consecuencia el acto de Iris…[25]
Henos aquí, pues, con la declaración ante el juez de Raimunda Spósito, esposa del finado Lumen Cabezudo. Quisiera destacar todo el erotismo de esta escena que culmina con el crimen y que pareciera evidenciarse con la extraña frase “son unos degenerados”. ¿Degenerados? ¿Por qué Lumen sale con esa frase en ese preciso momento? ¿De dónde le viene? ¿Será porque los ubica como mirones de la escena? ¿Será que los acusa de cómplices de su madre supuesta adúltera? No está explicitado.
Echemos un vistazo a los objetos que aparecen en el relato de la escena del crimen: la mirada desafiante, los gritos desaforados, la micción y/o las heces -el “hacer las necesidades” en el fondo del terreno, es decir, fuera de la casa y al aire libre, y que aportan cierta comicidad y extrañamiento a la escena. Más que recurrir a ese lugar común entre psicoanalistas del valor oblativo de los excrementos, de la ecuación heces igual don o regalo, me pregunto si esto no se relacionará más bien con la incontinencia total de la voz, con de la imposibilidad de hacer silencio[26], con el descontrol de la cólera o los celos. Allí, entre gritos desaforados, entre miradas desafiantes, la mierda que sale de este hombre fuera de sí “en el último momento”. Objetos a, a priori, que aquí aparecen desanudados, sin articulación, previos a todo guion, a toda narración, pero incitando a la imaginación y a la palabra (las declaraciones judiciales, los alegatos) más que siendo creados por éstas.
Detengámonos en el estatuto de ficción de este testimonio. Se podrán recabar otras informaciones, otras versiones de los hechos más o menos acordes a esta declaración, pero ¿cuál sería la verdadera? ¿o la más verosímil? ¿o la más real? ¿la que más cierre? ¿la que más se repita a través de los distintos testimonios? ¿Acaso se trata aquí meramente de una versión macabra y cerebral de una mujer que justifica el parricidio para deshacerse de su marido y/o salvar a su hija? Cuidémonos de hacer de Lumen un chivo expiatorio. Hay vivencias de dolor y angustia, de locura y confusión que no se pueden soslayar, y que justamente en el momento más álgido aparecen a través de un desajuste entre lo visible y lo audible: a todas luces una hija ha matado a su padre; sin embargo, su madre le pregunta “¿estás herida?”, y no basta con que la hija le conteste “no, fui yo” (p. 53).
Mi interés oscila, pues, entre lo anecdótico (la diégesis) y lo geométrico[27]. Por ello, hemos de desplazarnos de la violencia de lo narrado a la crueldad de los múltiples contactos que producen a su vez formas pulsionales múltiples y repetitivas (miradas, gritos). Si nos fijamos en el relato del homicidio, vemos que su poder narrativo sigue siendo, sin embargo, muy fuerte. No es que las relaciones formales entre objetos (mirada, voz) tan sólo de-narrativicen la escena, tienen en cambio el efecto de intensificar nuestra atención sobre los aspectos más dramáticamente narrativos de la escena. Por eso, no se trata de contrarrestar lo narrativo a lo no-narrativo, la secuencia narrativa puede subvertirse a través de un errático y agitado formalismo. Se trata de que los relatos no cierren, no conduzcan al hermetismo, a la clausura, sino que abran otras posibilidades de lectura.
Espionaje del celoso
Entre las distintas versiones de Iris, Raimunda, y los testigos del crimen, hallamos contradicciones en los relatos, cosas que no cierran, tiempos que no se corresponden. Pero la crónica policial, la construcción jurídica y psiquiátrica del caso están fabricadas en torno a una serie de narraciones a las cuales se pretende unificar y darles coherencia. He ahí todo nuestro problema. Se realiza un montaje que busca hacer comprensible y concluir en la locura del padre y la inimputabilidad de la hija. Pero guardémonos de atribuirle a ese producto la intencionalidad de un sujeto o una institución. Es formidable cómo en torno al cadáver del marido celoso, el gran ausente, cómo en torno a ese lugar vacío, a esa x, en torno a esos objetos insoportables que se vuelven patentes a través de sus miradas y sus gritos, se construyen toda una serie de relatos testimoniales y de defensa. Ese montaje colectivo de enunciación[28] formado por la familia, la prensa, la policía, el aparato judicial (testigos, jueces, abogados) es el que objetiva a posteriori a Lumen en un diagnóstico de insensatez y paranoia, reduciéndolo al decir de los demás sobre su locura: “era un paranoico” reza la sentencia acordada entre el Dr. Payssé y sus colegas, se trata de una “constitución paranoica” (p. 173).
Pues aquello que se ubica en la exterioridad[29] de esta historia, lo que queda por fuera, lo que en el Montevideo de los años 30 es ubicado del lado de la transgresión, no es por cierto el acto parricida. La locura no es la de una hija que asesina a su padre: para su época el loco es, sin lugar a dudas, y como bien lo han señalado Raquel Capurro y Diego Nin (pp. 35 y 73) en su momento, su padre Lumen. Pero el arrebato de Lumen no viene dictado por una voz alucinada, ni por un pensamiento trastrocado, el arrebato es el de la pasión celosa. Una pasión contra la que se da de bruces todo ese racionalismo moralista del hombre moderno y su libertad individual, esa razón humanista que no se reconoce en aquello que aparece, del lado de la locura, como sinrazón.
Amargos pasajes de la vida que deben servir para la reacción de los espíritus que se sienten presas de sentimientos desviados de la cordura. El modernismo de la vida con todas las crueldades debe enseñarnos ya que el corazón traiciona y tenemos que aprender a dominarlo como a un niño travieso y encaminarlo por la fuerza de la razón que es la fuerza de la lógica (p. 29).
Racionalidad que desconfía de los sentidos y los sentimientos, de esa locura del corazón que no conoce razones, de esa sinrazón que es la del furioso indomeñable, la del celoso. Hay que tener fuerzas para salir de esa minoridad autoculpable dependiente no tanto de las instituciones –como lo denunciaba el Iluminismo- sino de las pasiones; y es en virtud de nuestra razón, de nuestro yo racional que tal empresa se puede realizar.
Desgraciadamente no todos lo entienden así. Uno de ellos fue el hombre que arrastrando a los suyos a la desesperación, decretó su propia sentencia de muerte, perdiendo en su extravío la propia existencia que él había engendrado y que tuvo obligación de proteger.[30]
El “extravío” señalado allí es claramente el de Lumen, de quien todos manifiestan que “los celos lo enloquecían” (p. 31). Se dice que para él todo, aún lo más ínfimo, lo más insignificante, se vuelve un signo que pone en duda la fidelidad de su mujer, y lo atormenta. Mirada celosa, que se detiene en cada detalle, el más mínimo gesto de Raimunda, una mueca, una sonrisa, despiertan la pasión insoportable. Mirada celosa que siempre tiene algo de loco y de mortal[31]. Locura, anagrama de ocular.
Se dice que él conoce ese amor que lleva las marcas de la persecución. Amar a alguien más que (a) nada ni nadie en el mundo. Y más que eso aún, hasta que el mundo, el resto del mundo, ya no existe o deja de existir. Amarla hasta querer ahorcarla. Hasta matarlos a todos, hasta “destruir” -dice Raimunda. Sí, hay en ese amor un plan de destrucción que sólo ella dice. Pero no hay que creer que él idea o lleva adelante ese plan; el sujeto es producido de forma excéntrica e irresistible a ese plan. Los execrables excesos de este vampiro (p. 172) –así lo describe Raimunda- que sabe lo que es “absorber” a alguien al punto de no ver otra cosa, de no escuchar más. Esos excesos no están bajo su dominio, sino que lo sacan fuera de sí.
Sí, se dice que él conoce ese deseo de matar a la amante:
Cómo comprendo yo esto!: yo te necesito y te daría muerte… te adoro y te aborrezco… te mataría y, aunque luego sufriera mil tormentos, si resucitaras, te mataría otra vez (p. 126).
Sí, él conoce lo imposible de vivir sin ella y lo imposible de vivir con ella. Él conoce ese punto crítico del crimen pasional, del asesinato del amor conyugal para perpetuar el amor y como realización absoluta del erotismo: “Te amo y por lo tanto te odio, y por lo tanto te mato”[32]. Que se puede matar por amor, que uno puede matarse por amor – lo sabe.
El vio que me iba… y tomó una resolución súbita… subió corriendo a buscar el revólver que tenía en su mesita de luz […] y empuñándolo con cara extraviada me dijo que si persistía en irme, me iba a matar y a matarse enseguida (p. 114) -relata Raimunda.
Y, más aún, conoce el extremo de querer morir a manos de la amada: “¡Qué lindo sería morirme de esa manera!” (p. 146) -aunque al final no será ella exactamente quien satisfaga ese deseo.
¿Cómo pudo suceder? Ella es la que lo encanta, a quien le escribe poemas eróticos, a quien hace dibujos pornográficos, y a quien quiere destruir o le pide que lo destruya en un movimiento casi simultáneo. Él conoce el punto de captura absoluta, el punto en que se quiere guardar a la amada para sí, sólo para sí: “Te quiero de tal modo, que querría que nadie supiera que existes; yo te encerraría en un estuche donde nadie pudiera verte jamás” – transcribe Raimunda (p. 126). Al punto de querer poseerla hasta el “secuestro absoluto”[33] (p. 121) de robarla contra todas las leyes, contra todos los imperios, contra toda moral. “‘Cuando lees me parece que te ausentas, que me robas un tiempo que es mío’” –recuerda Raimunda que le decía gritando en torno a ella, hablando volublemente sobre mil temas, criticando duramente al autor, cualquiera que fuera (p. 106). Un “déspota” como él, un “tirano” como él, ama de la única forma que puede hacerlo, de manera mortífera y posesiva.
Sí, esa fiera conoce ese amor que quema, que hace a uno y otro querer alejarse, querer abandonarse, como si fuera posible[34]. Como si fueran libres para irse o para quedarse, para amarse o para odiarse. ¡Como si esa erótica se pudiera parar! Un amor así sólo puede estallar con una bomba o con un disparo.
No falta el momento en que el marido celoso se vuelve patético y termina haciendo el ridículo[35]:
Era suficiente que la pobre señora se asomara a la calle para que el marido corriera ocultándose entre los árboles del jardín, para espiarla y ponerse fuera de sí (p. 31) -dice el cronista del diario La mañana.
Primer ensamblaje entre la mirada celosa (bajo la forma del espionaje) y el fuera de sí: lo que se ve (mujer entregada a su casa, a su marido y a sus hijos) no coincide con lo que se dice (adulterio de la esposa).
Es curioso cómo en la expresión “fuera de sí” converge no sólo la letra del periodista de La Mañana, sino también la pluma de Iris: “Estaba cada vez más raro, fuera de sí” (p. 57). O la del peritaje psiquiátrico del Dr. Payssé[36] que emplea la expresión “fuera de sí mismo” para analizar la locura de Lumen[37]. Luego de evocar la cólera como “locura corta” en Ribot, dice:
Los autores acuerdan, dice Joussain, que la pasión «es un movimiento desordenado y violento del alma que lleva al ser fuera de sí mismo, despojándole de toda posibilidad de dominación y que, en su paroxismo, le empuja mismo a perseguir su objeto o expensas de su vida» (sic) (p.179).
Vociferaciones del loco
Y Raimunda escribe:
La amenaza de recibir a tiros al médico, me la hizo tantas veces cuantas fueron las que, viéndolo fuera de sí, le propuse llamáramos al especialista. La amenaza de tirarme algo sólido por la cabeza, no era una vana amenaza, casi me tira una portátil que había esgrimido con furia, y no lo hizo, porque a los gritos despavoridos de Iris, llegó Ariel (p. 147).
Se dice, pues, que llega un punto en que ya no puede hacer más que gritar, que ya no puede soportar la sospecha permanente, y que no le queda más que armar un escándalo.
El grito, transgresión de la palabra de la comunidad “civilizada”, barbarie de conventillo. Los gritos de Lumen contravienen a los límites entre lo público y lo privado sostenidos en esa distribución moderna que delimita de una manera muy particular el espacio exterior del interior (recordemos lo que dice Lumen en el último momento: que la casa “ya estaba abierta como una casa pública” (p. 67), que tenían que “considerar el jardín como si fuera la calle” (p. 66).
Corta a su vez con la humanidad[38] al punto que la pasión o la cólera lo llevan a Lumen hasta amenazar salir desnudo[39] a la calle[40]. El grito lo hace inclinarse hacia lo animal -o mejor, hacia la fiera[41], con toda la indeterminación que comporta dicho ser. El cuadro de Francis Bacon -a diferencia de El grito de Munch que conserva aún varios rasgos antropomórficos- puede brindarnos una idea de tal mutación:
Detalle de la segunda versión de “Tres estudios con figuras en base a una crucifixión” (Bacon, 1988)
Este tipo es la furia. ¿Contra quién? ¿Contra qué? ¿Acaso siempre hay una razón? El grito de quien es llevado por los celos al fuera de sí, de quien así “pierde la razón”, ¿es, como otros tipos de gritos, un fuera de sentido, en tanto “exceso de la palabra” [42] o “no-palabra”, es también “aquello que escapa al decir”[43]? ¿Dónde trazar la línea entre el grito puro, y el hablar a los gritos, el llamar o pedir a gritos, o incluso el poner el grito en el cielo? Un grito desgarra el encadenamiento de las palabras, rompe el silencio… ¿o más bien lo crea?
¿De dónde esos gritos? ¿De qué fisura abierta e incognoscible provienen? ¿Qué grieta aquella que grita a través de esa boca abierta, de ese agujero por donde sale semejante voz? Por cierto, llega un punto en que ya pierde sentido lo que se dice a voz en cuello, que ese decir ya no se puede escuchar, en fin, que ya no dice nada. Que se vuelve pura sonoridad, pura intensidad, al punto de gritar la lengua, o más bien de hacerla gritar, de hacerla chirriar. El cuerpo que grita, la boca que grita, la lengua, la garganta, la faringe, la laringe, las cuerdas vocales[44]. Llegado ese punto, Iris “ya no oye más o al menos no entiende” (p. 251), sólo mira, y dispara.
Al lado, pues, de toda esa dimensión escópica que sólo hemos analizado en algún relato concerniente a Lumen, hay toda una acústica en Extraviada, donde la cuestión del grito aparece una y otra vez en las distintas escenas relatadas. Pero
Las fuerzas que hacen el grito y que convulsionan el cuerpo para llegar a la boca como zona limpiada, no se confunden con el espectáculo visible ante el cual se grita, ni con los objetos sensibles asignables donde la acción descompone y recompone nuestro dolor. Si se grita, es siempre apresado por fuerzas invisibles e insensibles que alteran cualquier espectáculo, y que desbordan aún el dolor y la sensación […] fuerzas invisibles que no son otras que las del porvenir[45].
Ahora bien, ¿qué porvenir en este caso? ¿el de la muerte anunciada? Exacto, más no solamente la suya: “Y en la escalera me gritó: ‘ya lo sabes, pronto vuelvo, voy a preparar todo; esta noche te mato a ti y a tus hijos; mañana habla la prensa’” (p. 131). El hecho que tendrá lugar es el homicidio (“el hecho de sangre”, p. 45), pero el acontecimiento es el “desastre”, como dice Iris (p. 178), mil y una noches por venir, y nunca efectuado, o el “exterminio”, según Raimunda (p. 132), siempre por realizarse y nunca realizado: “Qué lindo si hiciera volar la casa con una bomba de dinamita” –dice él (p. 166). Estallará una catástrofe, sí, pero en otro lugar, en un lugar muy distinto de aquel que habría debido producirse al modo del crimen pasional por celos que informaba el diario de aquella fatídica mañana y que Raimunda le ocultaba. La muerte anunciada es otra que la del homicidio de Lumen. A la noche habría venido, los habría matado a todos, luego él mismo se habría disparado. Pero Iris da por hecho el acontecimiento, trastoca la escena por la vía de los hechos, aunque manteniendo intacto el acontecimiento.
Su nombre de Venecia
Para terminar, volvamos al séptimo arte. O mejor, a lo más importante que Duras ha hecho en la pantalla grande. Con un sonido idéntico al de India Song, Son nom de Venise dans Calcutta désert (1976) presenta algo que nunca se había hecho en la historia del cine: que alguien se sirviera de un sonido ya existente para crear una imagen totalmente nueva.
Montaje nuevo y singular, del cual podemos aprender en la medida que nuestra práctica psicoanalítica, en tanto pueda soportar la mirada y el grito de aquellos que enloquecen, apunte a crear las condiciones de producción de otros montajes pulsionales posibles.
Su nombre de Venecia en Calcuta desierta destruye a India Song, la despuebla de actores. A través de los travellings o los planos fijos de la cámara, vemos sólo una mansión vacía, sus escombros. Toda figura humana ha desaparecido. Las imágenes muestran las ruinas de un palacio. Duras filma únicamente piezas vacías, vacías de muebles, de gente, no hay más nada, salvo cristales rotos. Nadie ante quien focalizar la cámara, nada ante lo cual valga la pena detenerse, nada que haga signo de figura humana alguna actualmente presente o viviente, “es una superficie lisa, que es aquella de la muerte”[46]. Ninguna de las voces que se escuchan puede adjudicarse a cuerpo alguno de los que son vistos en la pantalla. Los acontecimientos expresados pertenecen a otro tiempo.
Ya sólo quedan los restos, como en aquella finca de la calle Larrañaga fotografiada poco antes de la publicación de Extraviada, tras tantos años en ruinas, vacía, abandonada[47].