Raquel Capurro
Del archivo y del montaje
No son muchas las monografías clínicas tan documentadas como la que se da a leer en Extraviada.[1] Archivos de prensa, archivos judiciales, archivos sumariales, archivo psiquiátrico, en fin, casi más de lo que se podía pedir para “reconstruir un caso”. Peligrosa ilusión sería la de creer asir su “origen” y haber restablecido la “verdadera” historia de una locura.
En la publicación se siguió un cierto ordenamiento cronológico y secuencial: un sonado crimen -una hija de la clase media montevideana mata a su padre de varios balazos- del que hablaron los diarios y se expidió la Justicia. Después de una larga pausa, de 22 años, algo retornó al estado público; nuevos documentos encontrados en el campo de la Psiquiatría y de la Enseñanza Primaria lo registran.
¿Qué implicancia tienen los textos archivados con cada uno de esos lugares donde yacían, polvorientos, antes de ser encontrados? ¿Qué tipo de domicilio es un archivo?
En un libro que dedica al tema -Mal de archivo- Jacques Derrida, evocando su origen griego, escribe:
Arkhé, recordemos, nombra a la vez el comienzo y el mandato […] allí donde las cosas comienzan -principio físico, histórico u ontológico-, y también el principio según la ley, allí donde los hombres y los dioses mandan, allí donde se ejerce la autoridad, el orden social, en ese lugar desde el cual el orden es dado -principio nomológico.[2]
Esa asignación de residencia implica, según Derrida, una topología donde se cruza lo singular de un caso con la ley y con una autoridad que custodia lo allí depositado. Si alteramos los límites de lo archivado, trastocando secuencias, espacios y tiempos allí fijados, “[…] los límites, las fronteras y las distinciones son sacudidas por un seísmo que no deja al abrigo ningún concepto clasificador, ni puesta en obra alguna del archivo. El orden ya no está asegurado”.[3] ¿Cómo justificar tal operación? ¿Cómo validarla?
Dejar que irrumpa cierto tipo de desorden no es una experiencia ajena al método analítico mismo, a su regla fundamental, por lo que Derrida no vacila en dirigir su atención a Freud para aseverar que “el psicoanálisis debería llamar a una revolución al menos potencial en la problemática del archivo”.[4] ¿Cómo no tener en cuenta las exclusiones, represiones, censuras, de la razón ordenadora y ordenante? ¿Cómo no privilegiar junto a lo inscripto aquello que en cada oportunidad no cesó de no escribirse? ¿Cómo no sospechar del ordenamiento que imponen los saberes y sus dispositivos a las muy tenues huellas de un hablante?
Esta consideración trae como consecuencia un doble movimiento: por un lado, la valoración positiva del hallazgo de los documentos por la posibilidad de anclaje literal que ofrecen al lector; y, por otro, lo contrario, visualizarlos en posición de restos: lo que de aquello quedó, despojos de las vidas allí referidas.
Los textos ordenados por los distintos dispositivos responden a determinados objetivos institucionales: un juicio por un crimen, un sumario a una maestra por indisciplina, una internación psiquiátrica por paranoia. Cada uno de esos documentos genera ilusiones de sentido que ocultan sus agujeros negros, como diría algún astrónomo.
Buscar, ordenar y leer fue la tarea que también se impusieron los “autores” de Extraviada. Autores de cierta lectura con la que se compuso el libro y que, situada en el campo freudiano, les impuso exigencias de método, por ejemplo, la de no avanzar ninguna conjetura sin apoyo literal. De ahí la vigencia acordada a la recomendación de Jacques Lacan que inscriben en la primera página del libro:
Comiencen por no creer que comprenden. Partan de la idea del malentendido fundamental. Es una disposición primera, sin la cual no hay realmente ninguna razón para que no comprendan todo y cualquier cosa.[5]
En ese movimiento se inscribe este escrito, que pretende desestabilizar lo ya configurado a partir de sus fragilidades mismas. Quizá sea posible producir renovado efecto de sentido al intentar otra ensambladura de los textos y, ¿por qué no?, de imágenes, desde la perspectiva que abre la lectura de un texto “¿menor?” comparado con la autoridad literal de lo archivado.
Para ello es necesario lograr primero un grado de libertad que surge al caer en la cuenta de la artificialidad de casi cualquier ordenamiento literal lo que no quiere decir que estos sean de valor equiparable. En este punto los artistas, escritores, pintores, cineastas nos enseñan. Ciertos montajes producen efectos de develamiento; otros, no.
Didi-Huberman propone entender por montaje -y en ello lo seguiremos aquí- “una manera de construir un saber en el movimiento mismo de yuxtaposición de textos e imágenes”. Posibilidad vertiginosa del “montaje de las atracciones”, “posibilidad tan peligrosa como fecunda”.[6]
Con Foucault, nos importa también valorar la puesta en juego de la actualidad en la interrogación del pasado, es decir, destituir a Cronos y dejar que el presente haga intrusión para reconfigurar desde allí un pasado; permitir que esa intrusión pueda presentarse bajo una forma pictórica; “desobedecer la forma” que exigiría la rigurosidad del escrito para sacar conclusiones claras y dejar que texto e imagen se confronten; sacudir los pilares de la razón autorizándonos de la importancia que, a partir de Aby Warburg, ha cobrado la puesta en juego de los anacronismos así como la posibilidad de pensar con imágenes.
De un brevísimo testimonio de amor transferencial
Para andar por este camino de un racionalismo atenuado o, más bien, del cambio de estatuto que a partir de Freud se impuso a la razón, propongo volver a una de las páginas del libro que no provienen de un archivo sino de lo que hoy califico -e intentaré fundamentar- como un flash testimonial de una historia de amor transferencial que anida en el libro.[7]
Testimonio anacrónico, pues mezcla temporalidades diversas: el encuentro entre Iris y Élida Tuana tiene lugar en la década del setenta, ocurre casi al final de la historia de Iris que muere en1985, o al menos, de las huellas de sus escritos y, al parecer, lo que allí comenzó fue interrumpido, sin que se tengan más detalles, por una internación de Iris, que “un día se perdió”. La entrevista a Tuana fue realizada por los autores de Extraviada más de veinte años después (1994). Es decir que al día de hoy han pasado otros veinte más (2014). Montajes temporales que aluden a contextos distintos de lectura de los hechos relatados.
Dejando de lado la dimensión contemporánea a cada uno de esos momentos, nos importa destacar aquello que sucedió al azar de un día en el que Iris, esa mujer gastada, cercana a los sesenta años, con aspecto de pordiosera, con sus largas trenzas y su pollera también larga, cargada de diarios, avanza por la calle Estero Bellaco y ve a otra mujer, algo mayor, que concentrada barre la vereda y que no la ve. Ella sí la mira. Entonces, unos días después vuelve y toca timbre.
[… ] entonces me dijo:
–¿Usted me conoce?
–Sí
–¿Usted es Tuana, verdad?
–Sí
–Yo la vi el otro día y pensé que la tenía que venir a visitar”
–Cómo no, pase.
Y a partir de allí ella empezó a venir y siguió viniendo.[8]
No nos parece un exceso retórico el de situar ese momento de la vida de Iris Cabezudo como la vida de una mujer infame en el sentido que tiene este término en uno de los escritos más conmovedores de Michel Foucault y que lleva como título: La vida de los hombres infames. Una vida destinada a no dejar rastros, “dramaturgia de lo real”, escribe Foucault. “Vidas apagadas del mismo modo que se ahoga un grito, se apaga un fuego o se acaba con un animal”.[9]
Convertida en pordiosera, Iris sobrevivía como resto de una historia y de una “leyenda negra”; sobrevive para nosotros al azar de ciertos documentos producidos en sus colisiones con los poderes, pero más allá de esos escritos, su sobrevivencia misma aparece como resto de “su invencible empecinamiento en ese vagar sin cesar”.[10]
La sobrevivencia (Nachleben) -escribe G. Didi-Huberman- concierne perfectamente al fundamento de la historia en general. Ella expresa al mismo tiempo un resultado y un proceso: expresa los rastros y expresa el trabajo del tiempo en la historia.[11]
Perseguida, expulsada de la familia y de su trabajo de maestra, llevando el estigma de “su antecedente”, como ella lo llama, Iris deambula buscando entender su historia a la luz de la Historia contemporánea y eso con en el medio que está a su alcance, los diarios, en los que cada mañana estudia los avatares de la guerra fría y lee allí su implicancia, vale decir, los tentáculos de la persecución.
En ese campo de batalla en que se ha transformado su cotidianidad busca y encuentra un lugar de refugio -en el sentido militar- que Élida Tuana supo sostener a lo largo de algunos años, por lo que llamo a ese relato un “testimonio de amor transferencial”. Lo llamo así porque allí hubo un llamado -literalmente un llamado a la puerta- y hago mía la formulación de Jean Allouch cuando escribe: “La locura llama. Esta fórmula tiene múltiples resonancias: se trata de una llamada a los pequeños otros pero también un llamado a la transferencia que ella provoca”.[12]
¿Qué buscaba Iris con ese llamado? Alguien a quien hablar de la persecución de la que se sentía objeto por parte del Otro, “planteo transferencial”,[13] que toma distintas formas y del que algo podemos saber por el relato de Tuana: ya sea su temor a ser envenenada al beber agua, alimentarse, prender el gas… o la persecución erótica que atribuía a los judíos y creía ver en las mujeres con las que alguna vez compartía una pensión y de la que temía consecuencias personales. Persecución de los médicos, señores de la muerte, con poder de “adormecer” y de despertar a la vida a los muertos para enviarlos como espías de los vivos.
De todos estos temas hablaba a Tuana, sin pausa, largo rato, visitándola “casi todos los meses”. Le era imperativo poder hablar con alguien de su intento por explicarse esa persecución y de cómo procedía, leyendo los diarios y conectando su vida con las grandes decisiones de la política nacional e internacional, dimensiones estas que despliega en esos años de vida vagabunda cuando ha sido expulsada de sus dos puntos de arraigo, su casa y la escuela. Un encuentro para hablar, último intento para no quedar totalmente perdida en su extravío, asida a ese lazo tenue y firme que podía reencontrar allí, mes a mes.
Subrayemos que de esto sabemos por el testimonio de Tuana, en un relato que la incluye, con las discretas pinceladas con las que describe algunas de sus respuestas a la persecución, incluyéndose ella también en la narración de esa escena, respondiendo con sabia discreción para declinar la asignación siempre posible al lugar de una perseguidora más.
Esta manera particular de estar allí configura un encuentro único en la vida de Iris Cabezudo que no hace serie con los documentos encontrados en los archivos, ni tampoco con los relatos del vecindario. Al evocar su particularidad, la de su forma de testimoniar de ello, se me impone la imagen del cuadro de Velázquez pintándose a sí mismo pintando a Las Meninas.
Las Meninas, Diego Velázquez, 1656, óleo sobre tela, 3,18m x 2,76m.
Lacan vio en ese cuadro la singular manera en la que un analista sostiene su lugar en un caso, es decir, incluyéndose en él, como Velázquez. Así leo el relato de Tuana. Así lo descubro, en su singularidad, como singular es el cuadro Las Meninas pintado por Velázquez y también aquel otro, pintado en otro tiempo por Picasso, inspirado en el de Velázquez. No hay copia, no hay imitación, hay re-creación. Así cada artista, así cada analista, así cada caso, cada transferencia, en la absoluta particularidad del encuentro con otro. Se abre aquí la cuestión de otros reordenamientos posibles de los textos encontrados, memoria para armar desde esta escena testimonial.
Las Meninas (conjunto), Pablo Picasso, 1957, serie Las Meninas, óleo sobre tela, 1,94m x 2,60m.
Fue aquel un encuentro singular, un espacio en el que Iris pudo hablar de las persecuciones que en esos años la acosaban.
¿Qué efectos tenía esto?, podrá preguntarse un incrédulo en esta época que poco se confía en el poder de las palabras. Y tendremos que contestar con un silencio. No lo sabemos. Solo que ella volvía allí para seguir hablando hasta que se perdió en una internación, en los años ochenta. ¿Poco antes de su muerte, en 1985? Tampoco lo sabemos.
Del relato que brota de ese encuentro, de ese “final de carrera”, surge una pregunta que nos remite al supuesto comienzo de su historia: ¿cómo llegó a ese estado esa mujer que vivió la mayor parte de su vida en una hermosa quinta del Prado y practicó la docencia durante más de veinte años? ¿Cómo llegó al lugar de “la loca extraviada y vagabunda”?
Sin embargo, algo urge aun más que esas preguntas: ¿por qué acordar tal valor a este testimonio? Proponemos nuestra respuesta: allí puede leerse el único encuentro en el que relampaguea una posible acogida al decir de Iris en un movimiento transferencial hacia ella por parte de quien la escucha.
Podemos entonces contrastar esa posición de Tuana con el relato en el que Iris describe, en los años cincuenta, internada por primera vez en una sala del hospital Vilardebó, la respuesta que recibe del psiquiatra a la demanda que le dirigió: “Quiero que examine a mi madre”. Examínela, vale decir, “creo que ella está loca y me (nos) persigue [a ella y sus hermanos]”. Podemos evocar la sordera de quien la “escuchó”, manifiesta en sus decisiones y en su publicación y que llevó a que Iris buscara, por su lado, sola, en la escritura otro tipo de recurso para que alguien leyera y supiera… ¿qué?
¿Acaso ella sabía qué? Hay en sus escritos vacilaciones, indicadas por signos de interrogación,[14] está su consternación por el hecho de encontrar en su familia algo que no logra entender pues “cambia constantemente de forma”, lo que le produce gran malestar.
De cómo se cuenta fallidamente una historia
El acto de Iris de salir a pedir la ayuda de un psiquiatra dice de la certeza que tuvo en ese momento de estar envuelta desde hacía ya muchos años en las trampas de la persecución. Plantea pues ese acoso, planteo transferencial del que se siente objeto. Pero, perseguida, ella es escuchada como peligrosa perseguidora y, como bien lo lee ella misma, eso no fue ajeno a “su antecedente”. Si mató a su padre, ¿no podría ahora matar a su madre, convertida para ella en la gran perseguidora? La pregunta y la respuesta se organizan en torno a esa convicción.
¿Qué lazos estaban tramados en esa familia y en particular con esa madre a quien en su juventud había adorado, según leemos en un poema de aquel entonces y que luego deviene la médula de la persecución?
En aquel entonces… Cuando solo tenía 22 años, los archivos narran los rasgos que la madre destaca en su hija. Rasgos identificatorios que ciegan su percepción del hecho mismo en el momento del crimen del que no puede reconocerla autora y que expresa con una pregunta: “¿Por qué, por qué Iris? ¿Cómo pudo ser que fuera Iris; Iris, la más buena, la más pura, la más receptiva de todos nosotros?”. Imagen idealizada que opaca la escena y permite atisbar la falla de toda atribución identitaria con pretensión de circunscribir la identidad de un sujeto.
Esa imagen construida con esos significantes mostrará su reverso en la lectura de los psiquiatras veinte años después.
Un cuadro de Virginia Patrone, de su serie sobre Iris, responde de cierta manera a la pregunta formulada por su madre, Raimunda Spósito, pues con ella titula su interpretación pictórica: ¿Por qué, por qué Iris? ¿Cómo pudo ser que fuera Iris; Iris, la más buena, la más pura, la más receptiva de todos nosotros?
¿Podría este cuadro acercarnos de un modo intuitivo, a otro tratamiento que no sea el de falsas oposiciones de rasgos identitarios?[15] ¿Cómo no darle lugar en este punto a la experiencia que nos ocurrió en cierto momento del grupo de estudio, cuando algo se “nos” mostró de forma muy particular, sintomática, diríamos, al mirar el cuadro y conectarlo con el relato de Tuana?[16]
¿Por qué, por qué Iris? ¿Cómo pudo ser que fuera Iris; Iris, la más buena, la más pura, la más receptiva de todos nosotros?, “Iris y la niña búho”-Virginia Patrone, 2013, serie Iris, 105x160cm, acrílico sobre tela.
No se trata aquí de ilustrar el texto de Raimunda con su “representación”, sino de dejar que el cuadro sirva de “analizador”, no de otro cuadro ni del texto sino de nuestra relación con ambos en la experiencia misma de nuestra confusión.[17] Momento en que este tétrico juego de espejos entre Iris y su madre que leíamos como revelador de una imposible alteridad, se actualizó en el grupo de trabajo al mirar este cuadro.
El cuadro nos confundió. No al modo de un espejo sino que, al mirarlo, la confusión identitaria de Iris y para con Iris hizo síntoma en nosotros ¿Quién es quién?, nos preguntamos. Malestar, pasaje de un nombre a otro. ¿Estamos ante una presentación de la madre y la hija o de las dos hermanas, Iris y Halima? ¿Una Iris con un rostro bastante siniestro que parecería más atribuible a la madre? Dicho esto, claro, desde una mayor complicidad afectiva con Iris. ¿Por qué? ¿Acaso por la interferencia, en nosotros, de otra imagen, la de la foto de la jovencita quinceañera, en su cándido lucir en el jardín de su casa, presentación aludida por el texto con el que Virginia Patrone acompaña este cuadro?[18] Fotos de la niña inocente que el abogado supo utilizar en su defensa en contraste con la erótica intensa insinuada en el cuerpo desnudo de mujer que ocupa buena parte de la imagen. Erótica alusiva, ¿a quien…? A Iris, a Raimunda, a una presencia invasiva -como el rojo del fondo del cuadro-, ¿acaso el decir celoso de Lumen volvía porosa esa imagen para unos y otros? Y el vínculo que une a esas dos… ¿están atadas y/o devanando un ovillo de lana que pasa a su vez del verde al rojo, al violeta, mostración para nosotros hoy de esa continuidad enloquecedora a la que se refiere Lacan cuando no se puede distinguir imaginario-simbólico-real?
La confusión de la madre y nuestra propia confusión revelan la trampa del abordaje identitario; esa misma trampa se revela también en el proceso judicial.
En el crimen se reveló, públicamente, abruptamente, la fiereza de esa jovencita, la brillante alumna de magisterio, como siendo, también ella, la criminal: dualidad de Iris, que la Justicia borró con argumentos sibilinos. El juez falló: inimputable. El juez autentificó la palabra de los peritos y, desde ese lugar, le es dicho a Iris que no fue ella, sino otra la que mató a su padre, otra la que irrumpió en ella en el momento del raptus y luego desapareció. Se eligió congelarla con los rasgos que la madre había enunciado. Los otros (rasgos) ¡fuera!
Aquí otro cuadro de Virginia Patrone que responde desde otro lugar. El cuadro titulado Todas las noches es la misma noche presenta, con su montaje, respuesta y objeción al fallo judicial, lo muestra fallido. También hace objeción, como la hizo Iris, al “consejo” del abogado, “ahora olvídese de todo”, pretendiendo con esa frase cerrar el periplo judicial del crimen sin percibir que esa misma frase, de no ser cuestionada, cerraba la posibilidad para Iris de abordar su propio acto con un decir posible, desde la contradicción misma de esos rasgos que marcan su subjetividad.
Alcanzada por el poder simbólico y real del acto judicial ella intentó responder escribiendo, leyendo, en una escena transferencial, aquello que el poder del Otro hacía de ella: no eres tú aquella otra, le dijeron. De resultas, ella es alguien expuesto a la intrusión de otra, otra peligrosa que habría armado su brazo y habría desaparecido. Localizar a esa otra fuera de sí tomó distintas formas que determinaron sus respuestas, sus estrategias defensivas.
¿De qué modo objeta el cuadro esa desubjetivación del acto? ¿Qué muestra el cuadro? Con un fondo teñido de rojo, vemos una niña acurrucada en la madre, de rostro oculto, con un libro en la mano; en el primer plano se impone una fiera o, mejor dicho, una esfinge, composición de una cabeza de mujer y un cuerpo de felino. Un espacio mediando entre ambas, distanciadas, se remiten mutuamente una a otra. Pero ¿cómo?
El cuadro da a ver la dificultad: si la fiera no la concierne, Iris no podrá asentir a esa imagen suya de fiera que emergió en el momento del asesinato de Lumen. No habrá subjetivación posible para ella de su acto criminal. Del espacio se pretendió hacer tabique estanco, pero la historia muestra que se convirtió en terreno de combate y se con-formó allí un campo de persecución.
Todas las noches es la misma noche, Virginia Patrone, 2000, serie Iris, acrílico sobre tela, 2,00m x 1,50m.
“Nunca mencionó a su padre”, dice cuarenta años después Tuana. Aquello no ocurrió… Allí -en esa imposibilidad de situar su implicación- se abrió para Iris un espacio que alcanzó las dimensiones mismas del mundo y el intervalo de un tiempo que solo terminará con su vida, tiempo para descubrir en la in-eficacia de su acto nuevos rostros de la persecución. Extraviada ante su propio acto homicida Iris investiga con sus construcciones llamadas delirantes el campo del Otro. Hubo un intento de puntuación en esa investigación en el momento en que, animada por una nueva certeza, la redujo y concentró en su madre.
De esa catástrofe en que se convirtió su vida y que siguió a la no acogida transferencial de su planteo al psiquiatra, Iris hablaba a Tuana. Por ella sabemos del movimiento expansivo de las construcciones llamadas delirantes que señalan la insuficiencia de todas sus respuestas. Una incógnita la habitaba, con la que le era muy difícil vivir.
Triste y solitario final
Pero, ¿quién fue Iris? Esa X escribió la pregunta que no fue leída por sus contemporáneos o, más bien, a la que se eligió responder con unos u otros de los rasgos identificatorios que hemos situado en su contraposición. No fue esa una preocupación que trasmita Tuana en su testimonio acerca de su manera de escucharla.
Entonces, ¿quién fue Iris Cabezudo? Ante esa pregunta rescatamos su X, la de una incógnita que la preserva como sujeto y la hace exceder nuestras elucubraciones, allí donde un no-saber reclama su lugar, como un espacio en un cuadro, como un blanco en los archivos.
Solís, otoño de 2013.
[1] Raquel Capurro y Diego Nin, Extraviada, Edelp, Buenos Aires, 1995 y 1997. Agotado. Puede encontrase en la web (http://www.e-diciones-elp.net); traducido y modificado en su composición como Je l’ai tué, dit-elle, c’est mon père, Epel, Paris, 2005; siguiendo esa edición, Yo lo maté, nos dijo, es mi padre, Epeele, México, 2006.
[2] Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana, Trotta, Madrid, 1997; “Introducción”. Disponible en: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/mal+de+archivo.htm.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] Jaques Lacan, sesión del 23 de noviembre de 1955, citado por Capurro y Nin. En Jacques Lacan, Las psicosis, Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 35.
[6] Georges Didi-Huberman, prefacio al libro de Philippe-Alain Michaud, Aby Warburg et l’image en mouvement, Macula, Paris, 1998, p. 14 (traducción de RC).
[7] Raquel Capurro y Diego Nin, op. cit. Se trata del capítulo 25, que lleva por título “Testimonio”.
[8] Ibid., capítulo 25, p. 465.
[9] Michel Foucault, La vida de los hombres infames, Altamira, Buenos Aires, 1992, p. 177.
[10] Ibid., p. 184.
[11] Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005, p. 143.
[12] Jean Allouch, “Uds. están al corriente, hay transferencia psicótica”, Revista Litoral nº 7/8, Ed. La torre abolida, Córdoba, 1989, p. 51. Ver también: Jean Allouch, Marguerite: Lacan la llamaba Aimée, Epeele, México, 1995.
[13] Jean Allouch, Revista Litoral, op. cit., p. 51.
[14] Por ejemplo: “ese día yo labré mi ¿segura? destrucción”, testimonio recogido en Raquel Capurro y Diego Nin, op. cit., p. 289.
[15] Cf. Jean Allouch, L’amour Lacan, Epel, Paris, 2009, capítulo IX, “Eros et Psyché”.
[16] Me refiero al trabajo grupal que durante 2013 acompañó activamente esta elaboración.
[17] Cf. Jean Allouch, 2009, op. cit.
[18] “¿Por qué, por qué Iris? ¿Cómo pudo ser que fuera Iris; Iris, la más buena, la más pura, la más receptiva de todos nosotros?”.
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