Marie-Magdeleine Lessana.
Esta publicación remite al artículo de M.-M. Lessana «Suprimir la agonía» que se encuentra en ñácate nº 6, 2020.
La pintura de Ceija Stojka es una obra del presente –presente incesante–, no es una obra de la memoria.
Pequeña gitanilla romaní deportada a los once años.
A los 45 años se encuentra con una mujer, periodista, que la invita a decir y a escribir su experiencia. No había hablado de ello hasta ese momento, pues no había tenido antes ni verdaderas razones ni ocasiones para hablar de los campos. Hablar de no era su movimiento natural.
A los 55 años la invitan a Japón para que cuente. Un niño japonés le pide un dibujo, ella le regala una tarjeta postal. El niño quería una imagen hecha por ella. Ceija nunca había dibujado. Pero hunde sus dedos en la pintura y pinta un campo de girasoles. El cuadro vibra.
Ese será el primero de una larga serie. Una obra.
El gesto abrió una compuerta, provocó una oleada de imágenes que surgen del presente.
Los cuadros se forman bajo sus dedos, en la cocina, con palotes, trapos, esponjas. Ceija tiene siempre once años. Uno está con ella en los campos. Uno no tiene edad. Ella ha retornado desde allá, desde donde no se vuelve. ¿Retornó? ¿Quién? ¿Qué retornó?
Ella conoce el presente, un modo de vida ancestral.
El viento del camino, los cantos de la comunidad rodante, la lengua secreta de los gitanos, la cálida vida nómade de las rutas, la belleza de los cielos, las melodías de los pájaros, la profundidad de la noche, la amplitud de la campaña austríaca, la dureza de las cosas que hay que inventar cada día para arreglárselas como se puede, el robo, la rudeza, el peligro, las pasiones. Es la vida del presente.
Aún en Auschwitz, en Ravensbrück, en Bergen-Belsen, su madre prosigue, tenaz, fabricando la vida en el presente con nada, en el frío helado, el hambre, el terror, la muerte inminente, la muerte segura. Hace bricolaje con lo poco que encuentra, captura los intersticios.
Ceija sabe ver la falla, mirar en la hendidura. Ante el peligro, agudiza la percepción de cada situación, encuentra soluciones minúsculas. La pintura de las botas de las SS –que les quedan demasiado grandes– me hace decir que, entre inocencia poética y sabiduría temblorosa, ella adivina el instante de debilidad de los verdugos. Plasma la crueldad siempre feroz, la soporta siempre como un acontecimiento, nunca como un arrasamiento masivo. Una crueldad fisurada. El odio y la brutalidad de las SS muestran algunos sobresaltos, tonos que las mujeres gitanas saben percibir.
Los textos de Ceija, y más aún sus pinturas, no la matan nunca del todo, ni la salvan.
Despliegan la fuerza inaudita del presente.