Notas de lectura de Hacerse ver (cuerpo-fotografía-mirada) de José Assandri
Hacerse ver ingresa en el trabajo de la argentina Gabriela Liffschitz (1963-2004) desde una tríada de espacios que reflejan el carácter poliédrico de su obra: el literario, el analítico y el de la mirada.

El texto entrelaza las dimensiones literaria, fotográfica y psicoanalítica, tejiendo un entramado de géneros a partir del ensayo. Sin embargo, tales espacios no operan como compartimentos estancos; son, más bien, ámbitos liminales y superpuestos que recorren la obra desde ángulos diferentes.
Trabajar a partir de distintas dimensiones puede generar dos efectos opuestos:
Por un lado, el cambio de registro puede surgir como respuesta a aquello que, en otra dimensión, carece de explicación o no logra producir un sustento articulatorio suficiente. Este proceso a menudo conduce hacia una totalidad que busca una armonía forzada: se utiliza un lenguaje para suturar las grietas del otro, persiguiendo una completitud que alise las asperezas. Es el gesto característico de quien prefiere la seguridad de una respuesta final frente al vértigo de la pregunta abierta; una técnica muy empleada por quienes quieren tener siempre la razón y para esto se sitúan, no en el terreno de tal o cual campo significación, sino en el de la conveniencia para ganar una contienda.
Por otro lado, Hacerse ver elige un camino más sutil: el de la resonancia y la erosión mutua. Aquí las distintas dimensiones no se anulan entre sí, sino que se rozan, se interrogan y se tiñen unas a otras. En esa fricción, que no busca una resolución definitiva, reside la honestidad del libro. Es una renuncia a la totalidad que abraza lo fragmentario. Esta posición genera una perforación o erosión de una dimensión por otra y produce, en la trama misma de la escritura, una confrontación con lo que se está enunciando: una tensión irresoluble que socava cualquier pretensión de integridad.
Uno de los aspectos que sobresale de este libro es que el autor trata cada una de estas dimensiones con una sensibilidad ética. Al anteponer «sensibilidad» a «ética», no me refiero a un código moral prescriptivo, sino a un saber hacer que compone cada vez una posición. Esta sensibilidad reconoce la complejidad de los contextos y no impone reglas universales sin considerar las circunstancias específicas. Es una ética que se construye en el hacer mismo, en la práctica, y no desde principios abstractos. No es algo fijo o determinado de antemano, sino que se va configurando en cada decisión, en cada momento, supone un carácter dinámico y siempre en construcción
He aquí un repertorio de los gestos éticos o enclaves de sensibilidad presentes en el libro:
Marca de fábrica
El autor opta por no perseguir la exhaustividad del último detalle, como si en algún sitio pudiera albergarse una «verdadera verdad». En primer lugar, se enfoca únicamente en la obra pública de Liffschitz, aquella que pertenece también al lector o al espectador, dejando de lado los detalles de una vida que ella no publicó. Ni su hija, ni su hermana, ni su ex esposo, ni sus amigos o amantes fueron entrevistados con la idea de obtener mayor información. “Esta decisión no podría catalogarse como una cuestión de método, sino que es una posición”. –dice el propio autor.
Esta posición también implica adscribirse a una «fábrica de caso» donde no se pretende ocultar que quien emprende esta empresa también pone algo de sí mismo. Reconocer que hay una «marca de fábrica» implica renunciar a una supuesta objetividad o de comprobar que lo analizado sobre lo escrito y publicado por Liffschitz «ya estaba todo allí», independientemente de las operaciones de lectura. Esta elaboración busca dejar abierta la posibilidad de otras lecturas, quizás más atinadas o ajustadas, permitiendo que sea el último lector quien juzgue.
El contacto con la obra
«Hacerse ver» no se limita a analizar la obra de Gabriela Liffschitz desde una perspectiva teórica o mediante una mera exégesis. Tampoco ejecuta una autopsia de su obra. El trabajo mantiene una distancia prudente, evitando así apropiarse de la obra o imponer una interpretación unívoca. Su gesto se asemeja más a una danza de contacto: la pluma del autor y la producción de la artista se entrelazan en un movimiento de aproximación y alejamiento, de apoyo e independencia.
En ocasiones, el libro sopesa la obra de Liffschitz, deteniéndose en su complejidad. En otros momentos, el texto se impulsa desde la obra misma, permitiendo que esta inspire sus propias reflexiones y cuestionamientos.
La obra de Liffschitz es para Hacerse ver una activadora de movimento.
Una mirada multidimensional
Desde el inicio del libro, se nos indica desde dónde se mira y considera la obra de Liffschitz. Lo que se transmite es que sus fotografías no se reducen a describir una realidad, ni buscan trascenderla a través de un impacto estético; tampoco se limitan a una militancia política sobre cómo vivir con cáncer.
Hacerse ver nos hace saber que la obra de Liffschitz fue interpretada como parte de la «literatura del yo» y del «giro subjetivo»; que fue explorada recurriendo a las «literaturas postautónomas» de Josefina Ludmer; y también fue inscrita en el registro de los testimonios sobre experiencias de cáncer como prácticas de supervivencia. O que el ejercicio que Liffschitz realizó –escribir sobre sí misma y fotografiarse– podría considerarse igualmente una «autoficción».
Hacerse ver propone que estos pliegues merecen un despliegue diferente en tanto una vida jugada, como la de Gabriela Liffschitz, obliga a reconsiderar cada problemática. El autor afirma y sustenta que se trata de alguien que hizo de su performance no sólo una obra dirigida al público, sino un proceso que produjo efectos en ella misma a través de «tecnología de sí».
Tecnología y subjetividad
El trabajo incorpora la noción de «tecnología de sí», no como un elemento externo, sino como un factor que constituye y es reconstituido por los registros donde opera la subjetividad.
Liffschitz llevó a cabo un uso particular de las fotografías, construyendo una práctica que le permitió reapropiarse de su cuerpo o, con más precisión, producir una nueva relación con éste y su imagen a partir de las consecuencias del cáncer. De este modo, acompañada de la fotografía actualizó el vínculo con su carne, la imagen corporal y la mirada, logrando reinscribirse en la dimensión simbólica.
Es aquí donde Hacerse ver ofrece un recorrido que trasciende la singularidad de Liffschitz, ampliando la articulación en el psicoanálisis acerca de cómo se constituye la dimensión imaginaria en su relación con la fotografía. Una relación que fue desdeñada, poco considerada u obviada en este discurso, más aún en lo que respecta al estadio del espejo y al esquema óptico generalizado.
Revalorización de la imagen
El libro desafía la descalificación de la imagen dentro del psicoanálisis. Allí a menudo se la reduce a un efecto de lo simbólico, privilegiando lo oído sobre lo visto. Esto ocurre no sólo en los textos sino también en las acciones. Es como si se concibiera que la imagen es algo así como un balbuceo, un garabato del lenguaje. Se la condena a una condición subalterna.
Hacerse ver trata a la imagen otorgándole un estatuto que va más allá del narcisismo y del fantasma. La considera una dimensión más, un territorio con legalidad propia que no requiere subordinarse a la palabra para adquirir legitimidad.
Un efecto consecuente de esta sensibilidad hacia lo visual es el tratamiento de la fotografía: no se la reduce solo una técnica ni un arte descalificado por su supuesta mecanicidad, sino que se la introduce en la misma serie que la pintura o la literatura. Esto lleva al autor a recorrer con atención los pasajes de la obra de Lacan donde este aborda aspectos de la fotografía, buscando así evidenciar que, pese a las referencias lacanianas, la fotografía fue poco considerada por el corpus psicoanalítico, reproduciendo con ello un prejuicio más amplio, propio de la tradición occidental logocéntrica.
Diálogo con el contexto porteño
Hacerse ver dialoga con el contexto cultural de Buenos Aires. El análisis de la obra de Gabriela Liffschitz y las resonancias que esta genera en intelectuales y artistas argentinos son un aspecto clave. A esto se suma el examen de esa autoproclamada etiqueta de Buenos Aires como «capital mundial del psicoanálisis». Todo ello convierte al libro en un texto relevante para comprender la escena cultural, intelectual y psicoanalítica porteña y argentina.
La sensibilidad ética a la que me refiero en este caso implica, como mínimo, interrogar de dónde surge esa acepción («capital mundial…»), cuál es la posición enunciativa desde la que alguien puede formularla, y qué consecuencias trae en la relación de quienes practicamos el psicoanálisis y, a la vez, somos porteños.
Debate y crítica
José Assandri, quizás facilitado por la perspectiva que otorga mirar desde la otra orilla del Río de la Plata, debate con un modo particular de concebir y practicar el psicoanálisis, vinculado a lo que podríamos llamar el «analista de vidriera». Pero lo hace dentro del hábitat propio del libro: en el contexto del trabajo, en el territorio de un campo de significación, y no en el cuadrilátero de las riñas de gallo.
Esta figura del «analista de vidriera» solo podría surgir en una ciudad con alta densidad de población, con medios de comunicación masivos y con una relación particular hacia la escena y la teatralidad, digna de ser estudiada. No parece casual que Buenos Aires, además de ser llamada «la capital mundial del psicoanálisis», sea también una de las ciudades con más teatros del mundo.
Rechazo a la instrumentalización de los mitos
El libro manifiesta una sensibilidad ética particular en su tratamiento de mitos fundacionales como el de Medea. En lugar de utilizarlos como dispositivos retóricos atemporales que confirman teorías contemporáneas, el autor se niega a participar en debates simplificados (evita discutir si Medea representa o no un «hecho real» o caer en interpretaciones reduccionistas).
Este gesto reconoce y respeta la complejidad histórica de los mitos griegos. Señala la existencia de múltiples versiones de Medea –y de todos los mitos– a lo largo del tiempo, así como sus diversas interpretaciones según las épocas y culturas. Con honestidad intelectual, el autor nos recuerda que en la civilización griega, ni las mujeres ni los hijos ocupaban el mismo lugar simbólico y social que se les atribuye a finales del siglo XX. De este modo, se resiste a lecturas anacrónicas que proyectan valores contemporáneos sobre textos antiguos, y también a lecturas unívocas y universales.
La investigación genealógica que realiza sobre la aparición de Medea en la obra de Lacan —rastreando su presencia en «Juventud de André Gide o la letra y el deseo»— constituye otro aspecto de esta ética: la transparencia sobre el origen y contexto de los conceptos teóricos, evitando su circulación como referencias descontextualizadas o verdades absolutas. Al mostrar que incluso una figura tan establecida como Lacan realizó una lectura situada y específica de este mito, el autor nos invita a mantener una postura crítica frente a cualquier pretensión de interpretación definitiva o autorizada.
Esta posición nos propone un modo de relación con los textos clásicos que honra su riqueza y ambigüedad; rechaza su instrumentalización teórica y promueve una aproximación respetuosa tanto del contexto de producción original como de la historia de sus múltiples apropiaciones y reinterpretaciones a través del tiempo.
***
Escuché a José Assandri decir que considera la presentación de un libro como otra instancia de trabajo. Tomé su decir como propuesta.
Gabriela Liffschitz y Enrique Lihn
Cuando leí Hacerse ver por primera vez se me aparecía un recuerdo:
Estaba presentando «La hora del diamante», un diario de duelo de Luis García. Él acompañó durante su enfermedad a su compañera, Mariela, que murió de leucemia. Las otras dos presentadoras eran Ana Longoni y María Moreno.
María lo hacía de una manera particular. Estaba en primera fila, mientras otra persona leía en su nombre el texto que ella había escrito. Su estado le impide sostener la voz. Cuando las tres habíamos hablado, Luis, como autor, dijo unas palabras. En ese decir, se encontró citando un poema de Diario de muerte. Contextualizó que Lihn lo escribió sabiendo ya que era un enfermo terminal de cáncer. Entonces, así como quién no quiere la cosa, se preguntó: «¿Es posible hacer el duelo por la propia muerte? ¿Alguien duela su muerte?».
Y María, que seguía en primera fila, respondió: «Sí, Luis». Creo que los presentes escuchamos la respuesta, no como una simple aseveración. La escuchamos con el peso de su lucidez y experiencia.
Ella, alguien que padeció un ACV, que está paralizada del lado derecho de su cuerpo, dijo: SÍ.
Ella, que en lugar de dictar o de grabarse prefiere seguir escribiendo con un dedo de la mano izquierda, tecleando letra por letra, nos dijo: SÍ.
Ella, que suele decir que sus amigos ya no están y solo queda media parte de su persona, nos dijo: SÍ.
Ella que con su cinismo viste y reviste de belleza lo que podría ser un horror, nos dijo: SÍ.
La insistencia y persistencia de esta asociación (entre este recuerdo y Hacerse ver) se liga a dos cuestiones.
La primera tiene relación con que María Moreno es una de las personas que se dedicó a la obra de Gabriela y que la entrevistó. Y que a su vez le hizo conocer a Luis, y Luis a mí, Diario de muerte. Afinidades electivas.
La segunda cuestión tiene relación con que parte del trabajo de Gabriela puede ser considerado lindero con lo que Lihn escribe en Diario de muerte, tres meses antes de morir. Pero por favor, que un título no nos confunda. Ni Lihn ni Liffschitz componen nada semejante a un registro de los últimos días ni a un testimonio explícito. Parecen componer un modo de transitar ese espacio umbrático entre la vida y la muerte, de cara al final.
Con este modo de posicionarme frente a su obra no dejo de lado lecturas como la poética de la enfermedad, o la de la tecnología de sí. Sostengo esta lectura (con matices) porque ella sabía que se estaba muriendo. Quizá se confrontó con la muerte de manera más directa después de Recursos humanos. O a lo mejor durante el proceso de Efectos colaterales. O después. No lo sabemos. Sí sabemos que lo hizo.
Hay acciones y escenas donde queda dicho que para ella morir ya no era una probabilidad. Era un hecho cercano. Si tomamos en cuenta la película «Bye Bye Liff», el libro Un final feliz, la carta a la hija y el testamento, el hecho es irrefutable: ella estaba frente a la muerte y lo sabía.
Escribo fuerte la palabra saber porque sabemos de nuestra muerte como sabemos que existe la muerte de los otros. Si solo sabemos de la muerte cuando alguien a quien amamos muere, entonces hay un saber del que también carecemos respecto de nuestra propia muerte. Es un saber que no se nos revela si esa circunstancia no aparece entre el horizonte y nosotros.
Esta experiencia de la muerte es la única a la cual puede acceder, en último término, alguien que sabe que va a morir. Alguien que se ha asumido como «aspirante a muerto», como «enfermo de gravedad», «como desahuciado» o como «un muerto al que le quedan pocos días de vida».
Qué poco hablamos las personas que nos dedicamos al psicoanálisis de lo que implica saber que vamos a morir. Y qué poco habla el psicoanálisis mismo de esto. Cuánto hablamos del duelo (o no duelo) por los otros. Y qué poco o nada del duelo por nuestra propia finitud.
El psicoanálisis tiene dificultades para no patologizar el duelo. También para no reducir a una anormalidad una relación con los muertos. Igualmente las tiene para hablar del ser hablante frente a su propia muerte. La muerte no como un hecho filosófico, o como un hecho inexorable que alguna vez acontecerá. Sino como un hecho concreto, tangible, actual. Presente.
Si en Duelo y melancolía se encuentran los problemas teóricos para no referirnos al duelo de otra forma que no sea prescriptiva y proscriptiva, ¿de dónde puede surgir este mutismo respecto a la propia muerte? ¿Este silencio blanco? ¿Qué textos lo facilitan o lo causan? ¿Qué axiomas lo sellan?
En 1915 en De guerra y de muerte Freud sostiene que «nada pulsional en nosotros solicita a la creencia en la muerte». En 1926, en Inhibición, síntoma y angustia, escribe:
«En el inconsciente no hay nada que pueda dar contenido a nuestro concepto de la aniquilación de la vida. La castración se vuelve por así decir representable por medio de la experiencia cotidiana de la separación; empero nunca se ha experimentado nada semejante a la muerte, o bien como en el caso del desmayo, no ha dejado tras sí ninguna huella registrable. Por eso me atengo a la conjetura de que la angustia de muerte debe concebirse como un análogo de la angustia de castración» (p.123).
En definitiva, lo que Freud asegura es que «nuestro inconsciente no puede representar nuestra propia mortalidad». Esto determina que morir es irrepresentable. No solo porque morir no tendría presente, sino también porque no tendría lugar alguno en la temporalidad misma.
A partir de esta afirmación, podemos interrogar al menos dos cosas:
Una
¿De qué hablamos cuando hablamos de irrepresentabilidad inconsciente de la muerte? ¿De la muerte que acontece de una vez y para siempre? ¿De la muerte completa, entera? ¿De la muerte de la que no podemos volver?
¿Que sea irrepresentable supone que lo irrepresentable es igual a nada? ¿Supone que no hay tratamiento posible ante tal cosa? ¿Se trata de una forclusión, de la nada, de lo imposible de representar? ¿O se trata quizá de una homologación de todos esos términos? ¿O lo irrepresentable de la propia muerte no genera formas activas de significación? ¿O lo no representable se representa en tanto irrepresentable: como una cadena de representaciones que «bordean esa llaga hiante»?
En el seminario de La ética Lacan dice que Freud se equivocó. Se equivocó al designar a la pulsión de muerte con la palabra muerte. Porque no es lo mismo la muerte que la aniquilación simbólica (y a veces real) que puede provocar la pulsión de muerte desintrincada de la pulsión de vida. ¿Es que, acaso, Freud para matar la muerte la homologa a la nada?
No lo sabemos, pero lo que sí se puede afirmar es que la significación de la mortalidad, incluso en tanto irrepresentable, se opone a la pulsión de muerte. La fórmula «no existe representación icc. de la propia muerte» parece tributaria de una concepción del inconsciente particular. Una en la que sólo adquiere inscripción aquello que fue atravesado en términos concretos. Como si hubiera huellas perceptivas solo de lo vivido. Por lo tanto, no tendrían lugar la imaginarización o elaboración de lo inexistente.
¿Cómo podría ser irrepresentable la muerte en el inconsciente si es necesario desmentirla una y otra vez? ¿No será que el yo es la instancia que la repudia? ¿Que no puede pensarla ni imaginarla más que extendiendo la existencia en los rastros que quedan de éste?
Dos
¿Este modo de considerar la muerte, como algo que acontece de una vez y para siempre, no deja de lado su tránsito? ¿Su proceso? ¿El hecho de que está aconteciendo justo después de nacer? ¿No elude que parte de la vida supone la muerte? ¿Y que, en este sentido, vivimos un duelo permanente? Ya sea por la muerte que siempre está siendo o por la vida que va acabando segundo tras segundo.
Borges escribió así: «La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene.»
Pero si hay experiencia de lo irrepresentable en tanto negatividad, ¿cómo se compone? ¿Con qué materialidad se hace? Quizá a partir de lo que el significante fálico no puede significar en el duelo. Esa parte no significable que Lacan homologa con la carencia como falta real. Con la parte no significable de la muerte del otro.
En el seminario de La ética, Lacan vuelve a trabajar el sueño que Freud analiza en La interpretación de los sueños. Ese sueño que como un mantra reza: él estaba muerto y no lo sabía. Y escribe:
«El sujeto se carga con el dolor del otro, mientras que hace recaer sobre éste lo que él no sabe, o sea, su propia ignorancia. Su deseo es sostenerse en esa ignorancia, prolongarla. Es el deseo de no despertarse -de no despertarse al mensaje más secreto que pueda conllevar el sueño mismo, y que es que el sujeto, por la muerte de su padre, de ahí en más se ve confrontado con la muerte, algo de lo cual hasta entonces la presencia del padre lo protegía» (p. 112).
¿Y si nombramos a este irreductible de otra forma? No como lo no significable del duelo. Ni como el pedazo de sí que hay que sacrificar como suplemento de la pérdida. Sino como la muerte que acontece en uno cuando un ser querido muere. ¿No podríamos decir que esa irrepresentabilidad de la muerte propia también se compone de la muerte de los seres amados?
No acuerdo con Freud en que los desmayos no dejan huella en el inconsciente. Considero que la desinvestidura, en la que consiste el desmayo, o la desaparición del yo, constituye una experiencia de corte, de vacío. Puede dejar un hueco en el inconsciente. Sus contrainvestiduras se activan en los bordes de esa llaga hiante. En este punto acuerdo más con Montaigne y con Rousseau que con Freud. Hay un ensayo de la muerte propia, aunque nunca estemos preparados para ella. Como todos los actos fundamentales de la existencia.
Desfallecer, entrar en coma, agonizar, el deterioro del cuerpo tras el paso del tiempo, la muerte de nuestros otros, la muerte de los padres… todo esto nos hace saber (no conocer, sino saber) no sólo la muerte, sino la muerte propia.
Para Lacan, como para mí, como para Liffschitz, como para Lihn, como para María Moreno, hay representación de lo irrepresentable de la muerte en el inconsciente. Y, en todo caso, hay desmentida o ignorancia de su existencia en el yo.
Duelar la propia finitud
Al considerar la participación de Gabriela, la carta a la hija, Un final feliz, y el testamento de Gabriela Liffschitz, junto con Diario de muerte de Enrique Lihn, se escucha de otra forma estos últimos girones de su obra.
Una obra y otra enseñan que la irrepresentabilidad de la propia muerte no obstaculiza ni limita la creación de un lenguaje. Un lenguaje capaz de inscribir esa zona de incomunicación. Lihn y Liffschitz signan una experiencia frente a la muerte. Componen un quehacer situado de cara a la finitud. Es un proceso donde la palabra (en Lihn) o la imagen (en Liffschitz) es llevada a sus límites. Dan cuenta de su insuficiencia ante la zona muda.
Pordioseros más que acaudalados, Enrique y Gabriela lunfardean para sobrevivir. En Diario de Muerte, el yo poético rodea su finitud expresando la impotencia e imposibilidad del lenguaje: «Nada tiene que ver el dolor con el dolor | nada tiene que ver la desesperación con la desesperación». Gabriela Liffschitz, en cambio, lo hace a través de la imagen. Emplea su propio cuerpo. A la vez muestra y cuestiona las representaciones convencionales del cuerpo enfermo, la feminidad y la muerte. Sus fotografías no pretenden capturar «la verdad» del cuerpo enfermo. Reflexionan sobre las múltiples formas en que ese cuerpo puede ser percibido, interpretado y habitado.
Los dos operan mediante un «excedente de visión» o a una extraposición: la capacidad de salir de sí mismos y crear un otro distinto en un movimiento exotópico. Lihn y Gabriela abandonan su propio eje axiológico y se trasladan al lugar de ese otro –el que resulta de lo escrito o de lo fotografiado– para, una vez vueltos a sí, mirarse.
Ante la propia muerte, ¿qué otra posición se podría asumir sino una posición de frontera? ¿En qué otra cosa podríamos devenir, en el tránsito hacia la muerte, en el trance de muerte, que en sujetos de tránsito?
Lihn y Liffschitz componen una poética del tránsito. Es un modo de habitar la frontera entre la vida y la muerte que no niega el dolor ni la pérdida, pero tampoco se reduce a esto. Son trabajos realizados hasta los últimos días.
Ambos nos señalan que cuando eso que llamamos opuestos se aproximan surge la vida desnuda y la muerte otorgándole un fulgor, el brillo, la luminiscencia de lo que se está apagando.
Me pregunto si las realizaciones que están cerca de esta zona liminal, fronteriza, están menos en el terreno de la representación que en el de la presentación. Más cerca del agujero real, donde se imaginariza lo real o se realiza lo imaginario, que del agujero simbólico. Me pregunto si son un modo de habitar ese espacio imposible entre el aquí y el después, entre el ser y el dejar de ser.
La carta a su hija y el testamento de Liffschitz y los últimos poemas de Lihn funcionan como actos. Los proyectan más allá de su desaparición física, extendiendo su presencia. Son despedida y permanencia. Cierre y apertura. Gesto final y legado perdurable.
Si el trabajo de Gabriela Liffschitz y también el de José Assandri en Hacerse ver nos llevan a preguntarnos: ¿qué voy a hacer yo con mi muerte?, ¿cómo afronto y afrontaré ese tránsito? Es porque también son un material que dona fragmentos de negatividad. Fragmentos con los que componer lo irrepresentable de la muerte.
Notas
- Intervención en la presentación del libro en Montevideo, Club de Bochas del Parque Rodó, el 24 de abril del 2025.